Los libros en Qurtuba



La caligrafía es la geometría del espíritu. También es el arte más necesario y más valioso, porque gracias a él la memoria de la sabiduría y de la religión puede transmitirse de unas generaciones a otras... 

Un musulmán piadoso copiará por sí mismo el Corán y llevará siempre consigo ese ejemplar escrito con su mano. El acto de escribir se parece al de la creación, porque al fin y al cabo el mundo es el resultado de la escritura divina... 

Antonio Muñoz Molina 






A fines del siglo XII Córdoba se encontraba en un estado calamitoso. Los incendios y saqueos habían asolado sus edificios más emblemáticos y la población de la ciudad se había reducido de forma espectacular con respecto a los tiempos dorados del Califato. Incontables enfrentamientos civiles, iniciados en los primeros años del siglo XI, se sucedían, haciendo que la ciudad ofreciera a sus visitantes una imagen pálida, inimaginable en sus tiempos pasados de esplendor. 

Todavía en ese momento, sin embargo, Córdoba seguía siendo la ciudad que más libros atesoraba en sus bibliotecas. En efecto, al-Maqqari nos ha transmitido una sugerente noticia que nos habla de una polémica mantenida por un tal Abu Bakr ben Zuhr, enfrentado con nuestro filósofo Ibn Rushd (Averroes) ante la presencia de al-Mansur Yaqub, rey de el Magrib y al-Andalus. 

Argumentaba Averroes al monarca almohade que si moría un sabio en Sevilla y sus herederos querían vender su biblioteca, llevaban los libros a los mercados de Córdoba, en donde todavía seguía existiendo una demanda fluida. Por contra, reconocía nuestro filósofo, si el fallecido era un músico cordobés y se querían enajenar sus instrumentos, sus familiares los llevarían a vender a Sevilla, en donde no faltarían compradores. Córdoba era todavía, en palabras de Averroes, la ciudad que más libros tenía de todo el mundo. 


Pasión por los libros 

Al-Hakam II, que había sido educado en su juventud por el gramático y poeta al-Zubaydí, fue uno de los monarcas más sabios que jamás hayan reinado en España. Por las fuentes antiguas sabemos que una de sus pasiones se centraba en conseguir libros procedentes de los lugares más insospechados del mundo. Comprar manuscritos especialmente raros o preciosos era la tarea que sus agentes en El Cairo, Alejandría, Bagdad o Damasco tenían orden de realizar a cualquier precio. Los hombres del califa recorrían el mundo buscando libros que luego al-Hakam atesoraba en su descomunal biblioteca del Alcázar de Córdoba. 

Noticias antiguas nos dicen que el catálogo de esa biblioteca, que detallaba solamente el título de los manuscritos, llegó a estar formado por 44 libros de registro que contaban, cada uno, con 50 hojas. Cuatrocientos mil habría sido el número de libros que al-Hakam consiguió acumular en su palacio cordobés, libros que en muchos casos habían sido leídos y anotados de la propia mano del monarca, hombre que supo disfrutar como pocos de los placeres de la lectura. Dozy nos ha transmitido que “al-Hakam escribía, al principio o al fin de cada libro, el nombre, el sobrenombre, el nombre patronímico del autor, su familia, su tribu, el año de su nacimiento y de su muerte y las anécdotas que corrían acerca de él”. En cierto momento, conoció el califa que un sabio del Irak actual, Abu-l-Faradj Isfahani, estaba ultimando un libro en el que recogía información acerca de los poetas y cantores del Islam, el denominado “Kitab al-Agani”, “Libro de las Canciones”. Inmediatamente, a través de uno de sus agentes, al-Hakam le hizo llegar 1.000 monedas de oro, con el ruego de que le remitiera el primer ejemplar de esa obra. 


Centro intelectual 

Además de su pasión por los libros, alentó el monarca cordobés durante su reinado los estudios de las más diversas materias. Fueron años felices en que los filósofos pudieron entregarse con pasión a su trabajo. Las enseñanzas que entonces se impartían en la Mezquita Aljama de Córdoba alcanzaban ahora renombre universal y miles de alumnos seguían los dictados de los grandes maestros. Así, Abu Becr ibn Moawia profundizaba en las tradiciones de Mahoma, en tanto que Abu Alí Khalib enseñaba lengua y poesía árabe e Ibn Alcutia hacía lo propio con la gramática. 

Por estos tiempos la enseñanza elemental que se impartía a los niños, centrada en torno al estudio del Corán, había de ser pagada directamente por los padres a los maestros. Al-Hakam, buscando favorecer la cultura, fundó 25 escuelas cuyos gastos se ocupó directamente de financiar. En esas escuelas los niños pobres pudieron recibir educación gratuita, accediendo como entonces era habitual a la lectura del Libro Sagrado, los estudios poéticos, el cálculo y la gramática árabe. 

Sabemos por las viejas crónicas que en el arrabal occidental de la ciudad 170 mujeres se ganaban la vida copiando manuscritos que luego eran adquiridos por personas que imitando al califa intentaban formar bibliotecas privadas. Ribera y Tarragó intentó calcular el número de ejemplares que anualmente se escribían en Córdoba: “Es difícil calcularlo, pero si consideramos que allí concurrían de cinco a seis mil estudiantes (en una sola clase, de un solo maestro, se reunían mil), que estos copiaban todos al dictado las enseñanzas de sus maestros y que al año aprendían varios libros; si tenemos en cuenta que varios centenares de mujeres tenían por oficio copiar alcoranes y libros de rezos, y había quien en una semana concluía un Corán; si además se sabe que multitud de libreros pagaban sus copistas especiales y que bibliotecas privadas tenían multitud de hombres empleados en este oficio, bien se podrá fijar, así, por aproximación, de sesenta a ochenta mil ejemplares, no exagerando el cálculo”. 


Fomento de la cultura 

Al Jusani, en su “Historia de los Jueces de Córdoba”, en el proemio de la obra, al explicar los motivos por los que decidió escribirla, nos ha transmitido noticias sobre la labor de mecenazgo que al-Hakam llevó a cabo en el mundo de la cultura islámica cordobesa: 

“Cuando el príncipe (cuya vida guarde Dios) concibió el hermoso proyecto y maduró su plan (que Dios dirija a buen término) de fomentar el aprendizaje de las ciencias y de excitar a que se estudiara la historia, se conociesen las genealogías de las familias, se pusieran por escrito las hazañas de las pasadas generaciones, se publicasen las excelencias y méritos de los antiguos (sin olvidar las noticias de las virtudes de los modernos), se renovase el recuerdo de lo que ya se iba olvidando (aunque fuesen narraciones de cosas menudas que se tienen como de poca importancia), especialmente lo que concierne a la capital de Andalucía (tanto respecto a los tiempos antiguos como a los sucesos contemporáneos), cosas todas estas que Dios estableció como alimento para fortalecer la vida de los espíritus y para despertar y aguzar los entendimientos, los hombres instruidos, excitados por el impulso que para ello recibieron del príncipe, comenzaron a recoger las dispersas noticias que estaban expuestas a perderse y pusieron por escrito todos los conocimientos más esenciales y las materias científicas que hasta entonces se habían descuidado, A todos los que se dedicaron a semejante tarea alcanzó la gratificación del príncipe (cuya vida Dios guarde); de este modo las más excelsas virtudes brillaron con esplendorosa luz, la fama las divulgó y se produjeron otras virtudes que dieron ocasión a nuevas glorias...” 

La cita de Al Jusani deja constancia de la política de fomento de la erudición que desde las más altas instancias del poder ordenó realizar el sabio califa. No debe extrañarnos en este contexto que algunos cordobeses se esforzaran por conseguir para su disfrute privado magníficas bibliotecas, como es el caso del cadí Ibn Futais, que destinó un edificio íntegro a almacenar su colección de manuscritos, dando ocupación permanente a seis copistas. Era de conocimiento notorio que Ibn Futais, tan pronto como se enteraba de la existencia de un libro que no poseía, llegaba a realizar excepcionales esfuerzos para conseguir su adquisición, no dudando en pagar lo que hiciera falta y siendo absolutamente reacio a prestar sus libros, ya que sabía por experiencia de cuán mala gana se suelen devolver. Sabemos que este hombre quiso que las paredes y suelos de su inmensa biblioteca se pintaran íntegramente de verde, color que le brindaba una serenidad especial cuando, hora tras hora, se dedicaba apasionadamente a la lectura. 


Mercado floreciente 

El cronista Ben Said recoge una sabrosa noticia que nos habla del floreciente mercado de libros que existía en Córdoba, en el que se subastaban las obras más raras o lujosas que imaginarse pueda con destino a las bibliotecas de sabios y magnates, que bien por interés erudito o simplemente por seguir una moda que emanaba del califa, rivalizaban en lograr su adquisición. 

El bibliófilo al-Hadrami, en cierta ocasión visitó la ciudad de Córdoba y se desplazó al mercado de libros interesado en conseguir un manuscrito determinado, por el que sentía especial interés. Uno de los libreros le ofreció citado libro, en un ejemplar de letra hermosa y elegante encuadernación, iniciándose pronto la subasta del mismo, llegando nuestro hombre a ofrecer una suma elevada, muy por encima del propio valor del libro, pero siendo sin embargo siempre superado por otra persona que bien vestida y de aspecto principal logró finalmente quedarse con la obra. 

Apesadumbrado, narra Ben Said: “acerquéme a él y le dije: “Dios guarde a su merced. Si el doctor tiene decidido empeño en llevarse el libro, no porfiaré más; hemos ido ya pujando y subiendo demasiado”. A lo cual me contestó: “Usted dispense, no soy doctor. Para que usted vea, ni siquiera me he enterado de qué trata el libro. Pero como uno tiene que acomodarse a las exigencias de la buena sociedad de Córdoba, se ve precisado a formar biblioteca. En los estantes de mi librería tengo un hueco que pide exactamente el tamaño de este libro, y como he visto que tiene bonita letra y bonita encuadernación, me ha placido. Por lo demás, ni siquiera me he fijado en el precio. Gracias a Dios me sobre dinero para estas cosas.” 

Inmensa fue la decepción de nuestro hombre ante la argumentación de su rival. Al escuchar esa contestación sintió una indignación imparable y no pudo sino reprochar al otro amargamente: “Sí, ya, personas como usted son las que tienen dinero. Bien es verdad lo que dice el proverbio: Da Dios nueces a quien no tiene dientes. Yo que sé el contenido del libro y deseo aprovecharme de él, por mi pobreza no puedo utilizarlo.” 


Quemando libros 

Al-Mansur b. Abi Amir (el Almanzor de las fuentes cristianas), que detentó el poder en al-Andalus en tiempos de Hisham II, hijo y sucesor de al-Hakam II, fue una persona que en los primeros momentos padeció una cierta aversión por parte de los círculos de juristas malikíes. En efecto, estaba considerado un musulmán muy tibio, de ideas demasiado liberales en su juventud. 

Para conseguir desarmar a sus adversarios, al-Mansur, hombre de estado donde los haya, tomó una decisión drástica. Hizo traer a los ulemas a su presencia, los llevó a la biblioteca real del Alcázar y les pidió su ayuda para expurgar de ella todos aquellos libros que tratasen de filosofía, astronomía o que, en general, estuvieran incluidos en las denominadas ciencias ilícitas; en suma, todas aquellas materias que resultasen poco gratas ante la mirada de los teólogos malikíes. 

Con la ejecución de este acto público, deseoso de proclamar su más férrea ortodoxia, al-Mansur, pasaría en el futuro a ser considerado como uno de los adalides de la religión, rodeándose de ulemas y teólogos a los que colmó de favores. Una inmensa hoguera fue alimentada por miles de manuscritos en los que al-Hakam había intentado recopilar los conocimientos de las ciencias pretéritas. Todos aquellos libros que trataban de lógica, astrología y otras disciplinas de los antiguos, excepto los libros de medicina y matemáticas, encontraron su destino final en el fuego redentor de al-Mansur, quien argumentaba que esas ciencias habían sido abandonadas por sus predecesores y vituperadas por el dicho de sus autoridades. Eran libros odiados y quien los leyera era acusado de sospechoso de heterodoxia y herejía. 

La masa popular, enfervorecida, pronto aplaudió esta decisión, que fue culpable de que miles de libros que penosamente habían sido recuperados por al-Hakam fueran ahora perdidos. Muchos conocimientos conseguidos por el hombre a través de siglos de estudio se esfumaron, sin más, entre el humo de las hogueras. Se sabe que al-Mansur, con sus propias manos, fue uno de los hombres que procedió a arrojar los manuscritos ilícitos al fuego. Dozy, profundizando en el comportamiento de al-Mansur, descubrió que desde entonces este hombre, convertido ahora en un musulmán intensamente ortodoxo, se puso a copiar el Corán igualmente con sus propias manos, y tan pronto como lo tuvo ultimado siempre que se ponía en camino, en sus frecuentes viajes militares, llevaba consigo esa copia. 


Tiempos de intolerancia 

En los tiempos finales del califato una buena parte de los libros de al-Hakam que se habían salvado del fuego fueron vendidos por el hayib Wadih, que buscando recursos para el erario público organizó una gran subasta pública de manuscritos. Posteriormente la biblioteca fue saqueada por los beréberes en los tiempos de la fitna, guerra civil que llenó de sangre y dolor los primeros años del siglo XI. En el curso de todos esos expolios y saqueos los libros que tanto había amado al-Hakam se perdieron. Algunos, seguramente, pasaron a integrar los colecciones de los reyes de las Taifas y de los letrados de esos tiempos y, en un nuevo proceso de cerco a la cultura serían luego destruidos con motivo de las revoluciones almorávides y almohades, en unos momentos en que la intolerancia prevalecía en al-Andalus. 

Mucho tiempo después, concluida la conquista del reino nazarí de Granada por los Reyes Católicos, el cardenal Cisneros mandó quemar en la plaza de Bib Rambla todos aquellos manuscritos islámicos que pudo recopilar. Sin duda, entre esos miles de libros debieron encontrarse algunos de los que al-Hakam, amorosamente, había reunido en su biblioteca. Probablemente alguno, incluso, tuviera anotaciones marginales escritas por el propio califa. 

El fuego fue el destino tradicional de los libros árabes en la España cristiana. Los inquisidores, ante la presencia de un texto musulmán, siempre sospechaban que habría de tratar asuntos de encantamientos y perjurios. No causa por tanto sorpresa que en los últimos años del siglo XIX, Ribera y Tarragó, arabista eminente, nos dejase escrito que: “En España se ha tenido por muchos siglos como fiesta y regocijo muy popular la quema de manuscritos árabes: pocas naciones del mundo habrán disfrutado tantas veces de ese placer, en que se han emulado todos, musulmanes y cristianos; pero no se crea que ha sido por desdeñar la ciencia o por odio a la instrucción, no; al contrario, por excesivo entusiasmo o exaltado cariño a los ideales, cosa propia de nuestro carácter nacional. En pueblos atrasados donde no se sabe apreciar debidamente el valor de los libros, ni los escriben, ni los queman; más en países como el nuestro en que fue pronto notoria la virtualidad que llevan en su seno, como instrumento o medio de difusión de las ideas, apelóse a la quema para que no se propagaran doctrinas perniciosas o heréticas, contrarias a las creencias que la generalidad tuvo por más sanas”. 

Este mismo autor recordaba haber leído, en un manuscrito árabe conservado en la biblioteca universitaria de Valencia, una nota en catalán que, puesta en castellano, decía lo siguiente: “Este libro me lo encontré yo, Jaime Ferrando, en el pueblo de Laguar, después que los moros subieron a la sierra, en la casa donde vivía Mil-leni de Guadalest, el rey que ellos habían elegido, y como es letra arábiga, jamás he hallado quien sepa leerlo. Tengo miedo no sea el Alcorán de Mahoma”. 

Ribera, leyó y estudió el manuscrito que tanto miedo causaba a aquel hombre. Resultó ser, sencillamente, un texto de gramática.