Córdoba en poder del Islam


Ibn al-Kardabus, alfaquí de probable origen andalusí que vivió en el siglo XII en la ciudad de Tawzar (actual Túnez), nos ha transmitido en su “Historia de al-Andalus” una legendaria narración según la cual en la ciudad de Toledo, capital del reino de los godos, había en tiempos del rey Rodrigo una casa clausurada con multitud de cerrojos, siendo costumbre de cada monarca que llegaba al poder añadir otro cerrojo más. Ningún rey se había atrevido a romperlos y nadie conocía lo que en esa casa se custodiaba. 

Cuando Rodrigo tuvo conocimiento de la existencia de esa casa sellada sintió curiosidad por conocer el secreto que encerraba y contrariando la opinión de sus condes y obispos decidió abrirla, no encontrando en ella “nada sino un gran pergamino en el cual estaban representados dos hombres con turbantes, y en sus manos espadas y lanzas con pendones”. Pronto reparó el que habría de ser último rey de los godos que además había una inscripción que contenía una amenazadora profecía: 

“Esta es la representación de los árabes -narra Ibn al-Kardabus-, cuando los cerrojos de esta casa se abran y se entre en ella, entonces los árabes han de conquistar esta península y han de apoderarse de la mayor parte de ella”. 

Rodrigo, arrepentido de haber ordenado romper los veinte cerrojos que sellaban la casa, la hizo cerrar nuevamente. Sin embargo, si hemos de creer esta narración fabulosa, ya se había producido el mal. En efecto, situados en las costas del otro lado del Estrecho, los hombres del Islam estaban prestos a iniciar la invasión y conquista de Hispania, confirmando las predicciones de la inscripción toledana. 


Incursiones del Islam 

Las fuentes islámicas medievales han dejado constancia de que Musa ibn Nusayr, emir de Ifriquiya y del Magrib, era un hombre codicioso. Sabedor de que Hispania era un país de aguas abundantes, bien dotado de huertas y frutos, ambicionaba poseer sus riquezas, para lo que además era presionado por el conde Julián, señor de Ceuta, que para algunos habría sido uno de los vasallos del rey Rodrigo y para otros un exarca dependiente del poder de Bizancio. Julián, enfrentado al poder visigodo, ofreció su apoyo a Musa, e incluso llegó a ejecutar en octubre del año 709 una incursión contra las tierras de Algeciras, de la que regresó con un rico botín que no dudó en mostrar a los musulmanes como prueba de la riqueza del país que existía al otro lado del Estrecho. 

Animados por la acción de Julián, cuando corría el mes de julio del año 710 un grupo de 3.000 beréberes cruzaron las aguas y asolaron ahora las inmediaciones de Tarifa, de donde retornaron a África provistos de un rico botín que incluía un grupo de bellas mujeres hispanas. 

Musa, que había informado al califa al-Walid de sus intenciones de trasladar la Guerra Santa a Hispania había recibido instrucciones en el sentido de que debía evitar poner en peligro a los musulmanes internándolos sin adecuadas garantías en un país que no conocían. Para evitar riesgos imprevistos el califa había ordenado a Musa que efectuara una invasión con escuadrones de caballería, con la finalidad de que pudiera conocer por propia experiencia lo que había en el país. No se debía exponer a los hombres del Islam “a los azares de un mar de olas revueltas”. 

En el año 711 una nueva oleada de 12.000 hombres, mandados ahora por Tariq ibn Ziyad, uno de los generales beréberes de Musa, y apoyados por diversos contingentes de mercenarios, arribó de nuevo a las costas españolas. Por Ibn al-Kardabus sabemos que cuando fueron a desembarcar se encontraron con la oposición de un ejército cristiano que los estaba esperando, por lo que hubieron de replegar sus naves para después volver a tocar tierra en un punto abrupto que desde entonces conocemos como Montaña de Tariq (Yabal Tariq - Gibraltar). Una vez en tierra, Tariq ordenó prender fuego a sus barcos e hizo difundir entre sus hombres una clara consigna: no había ya posibilidad de retorno, solo la victoria o la muerte podían esperar desde ahora. Mucho tiempo después, en una situación similar, Hernán Cortes, que había sido un lector apasionado de novelas de caballería e historias legendarias, habría de tomar idéntica decisión. Al otro lado del Estrecho, Musa, hombre piadoso, invocaba a su dios para que ayudase a los hombres que la insensata decisión de Tariq había dejado aislados en una tierra plagada de mil peligros. 

No deja de llamar la atención que los primeras oleadas del Islam sobre Hispania estuvieron integradas por nómadas beréberes; todo sugiere que la esperanza de obtener un rico botín y la confianza de acceder al Paraíso en caso de muerte constituían unos buenos atractivos para estos hombres del desierto que se habían convertido a la nueva fe en tiempos recientes. 


Simún abrasador 

Al tener conocimiento de la invasión musulmana, Rodrigo, rey de los godos, reclutó un ejército que según las fuentes antiguas alcanzó los 100.000 caballeros, cifra sin duda exagerada, partiendo en busca del enfrentamiento con los hombres de Tariq, si bien antes había enviado un emisario al que con el pretexto de mediar ante el general beréber había encargado realizar una labor de espionaje en el campamento enemigo. 

Tariq, buscando impresionar al enviado de Rodrigo, ordenó que en presencia de este los cuerpos de los muertos en combate fueran troceados y guisados. Posteriormente fueron también cocinados terneros y corderos y se sirvieron a los guerreros islámicos, todo ello ante la mirada horrorizada del espía, que pensaba que estos hombres insólitos estaban comiendo trozos de carne humana. El mensaje que hizo llegar a Rodrigo era inquietante: “Ha llegado a ti una nación que come la carne de los muertos de los hijos de Adán. Sus características son las que encontramos en la Casa Sellada. Han pegado fuego a sus barcos y se han preparado para la muerte o la conquista”. 

El día 19 de julio de 711 los ejércitos visigodo y musulmán se enfrentaron en las inmediaciones del río Barbate. La victoria de Tariq fue total. Rodrigo, traicionado por una parte de sus tropas que no le era especialmente afecta, sobre todo los hijos de Witiza, el anterior rey, debió morir en la contienda o, en otro caso, desapareció para siempre. 

Tras la derrota visigoda la invasión islámica se extendió por España como un simún abrasador y mortal. Solamente en Écija, donde se había refugiado una multitud de fugitivos, encontraron una resistencia de cierta consideración, que en todo caso fue igualmente desbaratada. En el resto del país se difundieron con la impetuosidad del rayo, facilitado todo ello por la penosa situación de debilidad en que se encontraba la monarquía visigoda en aquellos tiempos y el intenso sentimiento de miedo que embargó a la población, que prácticamente no supo reaccionar ante la expansión del movimiento invasor. 

Una vez tomada Écija, Tariq dejó la plaza en manos de un grupo de judíos e hispanos descontentos con el poder de los godos y se encaminó con el grueso de sus tropas en dirección a Toledo, que deseaba tomar rápidamente, conocedor de que como capital de la monarquía visigoda encerraba inmensos tesoros. Antes de partir ordenó a uno de sus lugartenientes, Mugith al-Rumí, que ocupase la cercana ciudad de Córdoba. 


Traición de un pastor 

La “Crónica General de Alfonso X el Sabio” nos ha transmitido el recuerdo del sentimiento de miedo que en el año 711 embargaba los corazones de los creyentes en la fe de Cristo, sentimiento que contribuyó a que la población cordobesa no reaccionara al tener conocimiento de que los invasores estaban cada vez más próximos. Dice esa Crónica que “los moros de la hueste todos vestidos de sirgo et de los paños de color que ganaran, las riendas de los sus caballos tales eran como de fuego, las sus caras dellos negras como la pez, el más fermoso dellos era negro como la olla, assí lucíen sus ojos como candelas; el su caballo dellos ligero como leopardo e el su caballero mucho más cruel et más dañoso que es el lobo en la grey de las ovejas en la noche…” 

Mugith al-Rumí, al frente de 700 jinetes, acampó en las inmediaciones de Córdoba, más allá del viejo puente romano, en lo que entonces debía ser una alquería conocida como Shaqunda (actual Campo de la Verdad), instalando sus tiendas en un bosque de alerces que por aquellos tiempos allí existía. Destacan los crónicas islámicas que entre los hombres de Mugith no había ningún peón, sino que todos montaban a caballo y que en esos tiempos el puente de Córdoba estaba prácticamente destruido lo que obligaba a vadear las aguas del río para poder acceder a la ciudad. 

Alzado el campamento, coinciden las crónicas en señalar que los hombres de Mugith atraparon a un pastor que apacentaba sus rebaños en sus inmediaciones. Llevado a presencia del general beréber el hombre fue interrogado acerca de la situación en que entonces se encontraba Córdoba, la solidez de sus murallas y el número de hombres que la protegían. Las respuestas del pastor eran reproducidas de la siguiente manera en la denominada Crónica del moro Rasís: 

“Creed bien cierto que quando sopieron que el rey don Rodrigo era muerto e que los moros andaban por la tierra con consejo del conde Julián, obieron muy gran miedo e ficieron reyes en las villas principales de España que assi lo contaban, e que assi lo ficieron en Córdoua, Seuilla, Toledo y Elbira. E toda la gente que auía fuera se acogió a Córdoua, e assi yaze en ella tanta que vos podría maravillar si sopiera deciros los que en ella estaban. E aora vos digo que no se por que, si non es por aber miedo, la más de la gente es ida, e se an acogido a las sierras, e non fincan en la villa con el rey mas que quatrocientos de a caballo, sus basallos que él auía antes que rey lo ficieran. E non siendo en la villa otros sinon los biejos e los cansados. E de la villa vos digo que es muy fuerte…” 


Aguacero en la noche 

La facilidad con que los hombres del Islam conquistaron las tierras de Hispania ha sido justificada por la acumulación de sucesivos actos de traición, de modo que tanto el denostado conde Julián como muchos de los nobles y obispos visigodos que antes habían defendido la causa del destronado Witiza, han pasado a la historia como prototipos de traidores a los intereses de nuestro país. Habría que añadir a ello, además, la actuación de la población judía, que a modo de quinta columna de los invasores, habría contribuido con su colaboración a facilitar la implantación musulmana en las ciudades ocupadas. En el caso de Córdoba tuvo también notable importancia la felonía del pastor que Mugith había hecho interrogar, que no dudó en confesar que si bien las antiguas murallas romanas de la ciudad todavía mantenían su solidez lo cierto es que en algunos lugares existían hendiduras y grietas. Hizo saber nuestro hombre, en concreto, que muy cerca de la Puerta de la Estatua, también conocida como Puerta del Puente, existía una brecha que podía ser aprovechada por un grupo de intrépidos para facilitar la escalada del muro. 

También el Altísimo, incluso, decidió favorecer la causa del Islam y aquella noche un intenso aguacero de lluvia y granizo cayó sobre Córdoba, haciendo que los centinelas godos descuidaran la guardia en unos momentos en que, precisamente, la caballería musulmana había vadeado el río y una avanzadilla estaba inspeccionando la muralla buscando la oquedad de la que había hablado el pastor. Según el Ajbar Maymu´a solo treinta codos, o incluso menos, habría desde el río al pie del muro. En la oscuridad de la noche, sin embargo, los hombres del Islam no eran capaces de encontrar la hendidura y fue preciso que buscaran de nuevo al traidor que desplazado ahora al lugar señaló con toda claridad el punto en el que aquella iba a facilitar la escalada. Varios hombres, apoyándose en una higuera que allí crecía, fueron trepando y tras degollar a los centinelas que ateridos de frío se encontraban tras las almenas llegaron a la Puerta del Puente, sorprendiendo igualmente a sus vigilantes, a los que también pasaron a cuchillo. Con la mayor rapidez abrieron los cerrojos del portón y con ello hicieron posible que los jinetes de Mugith, en tropel, entraran en la ciudad. 

Inmediatamente, Mugith se dirigió al palacio del rey o gobernador que en ese momento regía Córdoba, encontrándose con que el mismo había huido con la mayor precipitación con 400 ó 500 hombres, saliendo de la ciudad por la Puerta de Sevilla y haciéndose fuerte en una Iglesia dedicada a Shant Aylah (San Acisclo), que según las fuentes antiguas se encontraba en el costado occidental de la medina de Córdoba. Según esas mismas fuentes, se trataba de una iglesia sólida y fuerte, por lo que Mugith, tras ocupar el que había sido palacio del gobernador de la ciudad puso cerco a los cristianos iniciando un duro asedio que habría de prolongarse durante tres meses. No deja de causar sorpresa la pasividad con que el pueblo llano de Córdoba reaccionó ante la llegada de los musulmanes. Refugiados en sus casas debieron escuchar los enfrentamientos con los centinelas y los gritos de desesperación y petición de auxilio de estos a medida que iban siendo degollados; nada hicieron, sin embargo. Parece que a los habitantes de aquella Córdoba tan alejada en el tiempo no les importaba demasiado el cambio de amos que iba a producirse en su ciudad. Unos nuevos señores se estaban adueñando de las tierras de Córdoba y las gentes sencillas no estaban dispuestas a dar sus vidas por defender las propiedades de la aristocracia visigoda o las riquezas de los príncipes de la Iglesia. 

Para entonces, Córdoba, como cualquiera otra ciudad antaño integrada en los dominios de Roma, llevaba varios siglos de creciente decadencia, acumulando amargas experiencias de tiempos de privaciones y continuas y estériles guerras civiles. Las ciudades de Hispania se habían quedado casi despobladas, siendo inseguros los caminos que las unían, lo que había motivado que el comercio, intenso en tiempos romanos, hubiera prácticamente dejado de existir. Como sintetizaba Muñoz Molina “la peste, la sequía y el hambre vinieron antes que los árabes y fueron mucho más exterminadores que ellos”. 

Leopoldo Torres Balbás, eminente arabista, nos trazaba una visión desoladora del aspecto que Córdoba, con sus destruidos edificios romanos, debía ofrecer en el momento de la invasión: “Basílicas, templos, anfiteatros sin destino, medio ocultos entre los escombros, surgirían como enormes fantasmas de ladrillo y de dura argamasa. Despojados de sus revestidos de piedra y mármol, dominan plazas y foros solitarios y calles yermas, últimos testigos aun enhiestos de una espléndida civilización urbana. Sobre sus escombros y con los materiales procedentes de ellos se levantarían pobres viviendas parásitas, incrustadas entre los restos de sus pórticos y de los grandes edificios abandonados”. 

Parece que los habitantes de Córdoba no mostraron especial interés en defender la ciudad, del mismo modo que la aristocracia visigoda tampoco dudó en abandonarla buscando refugio en los sólidos muros de la fortificada Iglesia de San Acisclo, dejando con su actuación desprotegida a la población de Córdoba. 


El episodio del negro 

Cuenta el cronista Ibn al-Fayyad que estando cercados los cristianos en la Iglesia de San Acisclo, los sitiadores decidieron enviar un espía que averiguase la situación en que aquellos se encontraban y con esa finalidad uno de los soldados musulmanes, de raza negra, se acercó a las líneas visigodas, con tal mala fortuna que fue apresado por los cristianos, que no pudieron sino manifestar su extrañeza al comprobar el insólito color que recubría la piel del negro. Tal fue la sorpresa de los sitiados que no dudaron en rociar el cuerpo del espía con agua hirviendo y hacerle friegas con espartos, intentando conocer si el individuo era realmente de piel oscura o, por el contrario, estaba pintado, no cesando en sus intentos hasta que comprobaron la pureza del color y lo auténtico de su aspecto. Casi despellejado, el negro fue encadenado, si bien más adelante pudo romper sus grillos y escapar sigilosamente, manifestando a sus colegas que los cristianos podían resistir el asedio durante tanto tiempo debido a que estaban bien provistos de agua, ya que por los terrenos de la iglesia corría una acequia. Muy pronto, los musulmanes cortaron el abastecimiento de agua y la situación de los sitiados se hizo insostenible. 

Cuando el cerco se prolongaba tres meses, Mugith tuvo conocimiento de que el principal de los cristianos había abandonado la Iglesia y tomado el camino de la Sierra de Córdoba, habiendo dejado a sus hombres sitiados y encaminando sus pasos en dirección a Toledo, en donde pensaba reunirse con las tropas visigodas. Rápidamente Mugith salió en persecución del cristiano, dándole pronto alcance. En el nerviosismo de la huida este se había dirigido a un barranco, en el que su caballo terminó desnucándose tras rodar por el suelo. Cuando Mugith llegó a la altura del fugitivo se lo encontró sentado en el suelo, sobre su escudo, en clara señal de rendición, siendo, según se dice, el único de los reyes de al-Andalus que fue aprehendido por los hombres del Islam, ya que el resto de ellos o bien se entregaron por capitulación o huyeron a las tierras del norte (Galicia). 

Tras la captura del rey o gobernador de Córdoba el destino de los hombres sitiados fue trágico. Según algunas fuentes todos ellos se rindieron al tener conocimiento de la noticia del apresamiento de su jefe, ordenando Mugith que fueran decapitados. Otras versiones indican que la iglesia fue incendiada y todos sus ocupantes murieron abrasados por las llamas. En todo caso, desde entonces este templo pasó a ser conocido como la Iglesia de los Cautivos. Como ya había sucedido en otras ciudades conquistadas, Mugith buscó la colaboración de la población judía cordobesa a la que encomendó la guarda de la ciudad, distribuyendo en ella a sus soldados y tomando él aposento en el que antes había sido palacio del gobernador visigodo. 


San Acisclo 

Francisco Javier Simonet, autor de una erudita “Historia de los mozárabes de España”, proporciona diversas noticias que condensan la información que tradicionalmente se nos ha transmitido acerca de San Acisclo y su posible localización. 

En el capítulo II, cuando nos habla de los diversos pactos y capitulaciones que los musulmanes otorgaron a los cristianos de España al tiempo de la conquista, nos confirma que cuando los invasores asaltaron Córdoba, favorecidos a su juicio tanto por la huida a Toledo de muchos de los magnates de la ciudad como por la actitud de traición de una parte de la población, partidaria de Aquila, “refugióse su gobernador con la guarnición, compuesta de 400 hombres, en la iglesia de San Acisclo, edificio muy sólido, situado en las afueras de la ciudad por la parte de Occidente”. Más adelante, nos confirma igualmente que “aquellos valientes… se sostuvieron por espacio de dos o tres meses, hasta que, faltándoles el agua, se rindieron a discreción, siendo todos pasados a cuchillo”. 

Sostiene Simonet que Córdoba “fue conquistada por la fuerza de armas y no por capitulación; pero como a su toma había contribuido tan eficazmente la cooperación de los witizanos, por su mediación pudo lograr un tratado ventajoso, en cuya virtud obtuvo libertad religiosa y civil mediante los tributos exigidos por la ley musulmana, debiendo conservar la Catedral, dedicada, como veremos después, al glorioso mártir San Vicente, y además, según creemos, algunas de las iglesias situadas extramuros, incluso la mencionada de San Acisclo, siendo derribadas o desmanteladas las demás”. El hecho de que San Acisclo no fuese destruida justificaría, probablemente, la buena inteligencia existente entre los invasores y una parte de la población de la ciudad. Piensa, incluso, Simonet que los mozárabes de Córdoba debieron de conservar “al par con la de San Acisclo, algunas otras iglesias extramuros de aquella ciudad; pero su conservación no debe entenderse como indicio de tolerancia y benignidad de los musulmanes para con los cristianos, pues si les dejaron en posesión de algunos templos, les despojaron de los más…” 

Más adelante, al comentar como a mediados del siglo IX los mozárabes andaluces florecían en el cultivo de la religión y en las letras, nos habla Simonet del esplendor de la cristiandad cordobesa y nos ofrece interesantes noticias sobre las iglesias y monasterios que existían en ese momento en la ciudad y su entorno: 

“Resistiendo con admirable tesón a la creciente intolerancia de la morisma, más numerosa y fuerte allí que en ninguna otra ciudad, los mozárabes de Córdoba habían conservado su Sede episcopal y muchas iglesias donde veneraban a Dios y a sus santos con toda la pompa propia del culto católico, y a donde concurrían pública y paladinamente, siendo convocados a los divinos oficios al toque de campanas, que por raro privilegio les era permitido. Así debió pactarse al tiempo de la conquista, y así lo toleraron los mahometanos en los tiempos normales, mayormente en aquellos sitios en que semejante tolerancia no les era molesta por no haber mezquitas y estar la población mozárabe en mayoría, como sucedía en algunos de los arrabales... 

Pero si tanto escaseaban en el interior de la ciudad los templos y monasterios cristianos, no era así en los arrabales y en la sierra vecina. Extramuros de Córdoba y a su parte occidental, saliendo por la puerta de Sevilla, se hallaba la antigua y famosa Basílica de San Acisclo, donde se veneraba el cuerpo de aquel ínclito cordobés, martirizado con su hermana Santa Victoria por Dión, Prefecto de Córdoba, a fines del siglo III. De esta iglesia, que existía ya a mitad del siglo VI, hacen mención muchos autores, así musulmanes como cristianos, que comprueban haberse conservado largo tiempo y acaso perpetuamente en poder de los mozárabes. Diéronle los árabes el nombre especial de Iglesia de los quemados e Iglesia de los prisioneros, en memoria de los héroes que fueron sacrificados en su recinto en el año 711, y atestiguan que por esta razón fue muy venerada por los cristianos. En opinión de algunos escritores. Hubo cabe aquella Basílica un Monasterio; pero según el P. Flórez, sólo una Congregación de clérigos. Asimismo es de notar que, según Morales y Ribas, impugnados en este punto por el mismo P. Flórez, los mozárabes de Córdoba tuvieron dos iglesias de San Acisclo; pero lo más probable parece ser que sólo tuvieran una, y ésta situada seguramente en las afueras y no dentro de la ciudad, como opinaron los dichos Morales y Flórez” 


Cercadilla 

Rafael Hidalgo, arqueólogo que ha dirigido las sucesivas campañas de excavación desarrolladas en el yacimiento cordobés de Cercadilla, aflorado con motivo de los trabajos de construcción de una nueva estación de ferrocarril, viene argumentando que el destino del Palacio bajo-imperial allí construido bajo los auspicios del emperador Maximiano Hercúleo, una vez que este abdicó, debió ser similar al de otros palacios en ausencia de los emperadores que los habían levantado, siendo lo más probable que con los nuevos planteamientos político/religiosos de Constantino el edificio se cristianizase, convirtiéndose en centro de culto. Parece muy probable que el Palacio de Cercadilla se transformase en la primera sede episcopal cordobesa, integrándose en la misma la propia iglesia de San Acisclo. 

Destaca Hidalgo que Cercadilla sería uno de los palacios tetrárquicos que fueron cristianizados en unos momentos históricos en que la floreciente Iglesia deseaba dejar constancia expresa de su victoria sobre los emperadores que habían perseguido a los seguidores de Jesús. De algún modo, la filosofía que implicaba la cristianización del que había sido antes palacio de Maximiano Hercúleo sería la misma de la que estaba imbuida la obra del apologista Lactancio, escritor cristiano de la época, autor de “Sobre la muerte de los perseguidores”. 

La identificación en las excavaciones de Cercadilla de la lápida funeraria del Obispo Lampadio, así como del anillo sello del obispo Samsón y de una necrópolis mozárabe parecen confirmar que muy probablemente el complejo de culto cristiano de Cercadilla constituyó la primera sede episcopal cordobesa. En ese sentido, sostiene Hidalgo, debe tenerse presente la figura de Osio, que fue obispo de Córdoba a la vez que consejero de Constantino. Parece razonable que fuera este personaje, tan próximo al emperador, quien consiguiese la cesión del palacio para su conversión en centro de culto. Uno de los edificios de ese complejo religioso presidido por la sede episcopal se habría consagrado ya en tiempos antiguos a San Acisclo, uno de los mártires más antiguos de Córdoba, que había encontrado la muerte precisamente en los tiempos de las persecuciones tetrárquicas. A modo de hipótesis, nuevamente, sostiene Hidalgo que el cambio de ubicación de la sede episcopal cordobesa desde Cercadilla al nuevo enclave de la basílica de San Vicente, en el solar de la que habría de ser más adelante Mezquita Aljama, muy bien se pudo producir en tiempos visigodos, en los momentos en que Agila cercó Córdoba intentando acabar con la sublevación de la ciudad. Las fuentes del momento nos han transmitido que entonces fue profanada la basílica de San Acisclo, siendo utilizadas sus instalaciones como acuartelamientos y establos para las caballerías. 

A la luz de las crónicas islámicas la argumentación de Rafael Hidalgo parece sostenible, toda vez que los autores antiguos insisten en que fueron más de 400 hombres los que se refugiaron en la Iglesia de San Acisclo, que siempre se describe como una construcción bien fortificada y sólida, que resistió un asedio que se prolongó durante tres meses. Situado extramuros de la ciudad, según el estado actual de conocimiento de la arqueología cordobesa, solo un edificio del tipo del Palacio de Cercadilla, luego transformado en conjunto eclesial, pudo cumplir esos requisitos de fortaleza y fácil defensa. 

En el episodio del negro, Ibn al-Fayyad nos comenta que junto a la Iglesia existía una acequia que aprovisionaba de agua a los sitiados. Las excavaciones llevadas a cabo en Cercadilla y en sus inmediaciones han identificado la existencia de un acueducto de origen romano que podría ser, probablemente, el que el despellejado negro se acercó a espiar. Las excavaciones realizadas en el solar de la Estación de Autobuses han permitido comprobar que este acueducto estuvo en uso, al menos parcialmente, hasta los tiempos de al-Hakam II, cuando el Califa ordenó que se procediera a su desvío para de ese modo hacer llegar sus aguas hasta la propia Mezquita Aljama de Córdoba.