El Robo de la Judería de Córdoba




“Y todo esto fue codicia de robar, según pareció, más que devoción…” 

Pedro López de Ayala, Crónica de los Reyes de Castilla (Enrique III) 



“Vino un robo de la Judería y tomé un niño huérfano que tenía para que fuese instruido en la fe, hícelo bautizar y crié por amor de Dios…” 

Leonor López de Córdoba 




En los tiempos de al-Andalus los judíos que vivían en Córdoba formaban una comunidad que gozaba de cierta autonomía. Cristianos y judíos fueron tolerados por los musulmanes ya que a fin de cuentas el Dios de Abrahán era el mismo que el de Mahoma. Desde los primeros tiempos de la conquista islámica, los cristianos achacaron a los judíos que habían facilitado que los invasores pudieron tomar ciudades como Sevilla, Córdoba, Toledo o Barcelona. En el “Ajbar Maymu´a”, una fuente islámica, se dice que tras la entrada en Córdoba “reunió Mugayt a los judíos a quienes encomendó la guarda de la ciudad, distribuyó en ella a sus soldados y se aposentó él en el palacio.” En esos primeros momentos de al-Andalus los judíos pudieron seguir practicando sus cultos en las sinagogas pero al igual que los cristianos tenían prohibido construir nuevos templos. En aquellos tiempos andalusíes la judería estaba enclavada al norte de lo que hoy conocemos como Puerta del Osario, llamada entonces Bab al-Yahub (Puerta de los Judios). 


Tiempos de intolerancia 

Tras la caída del Califato, en los tiempos de los reinos almorávides y almohades, la situación de los judíos y de los cristianos cambió de manera radical. Imperaba ahora la intolerancia religiosa y todos aquellos que no aceptaron convertirse al Islam hubieron de abandonar al-Andalus. Como alternativas a la deportación solo cabían la encarcelación o la muerte. Fue en estos tiempos cuando Córdoba perdió los restos de su población judía, de modo que cuando se produjo su conquista por los ejércitos de Fernando III el Santo la presencia hebrea en la ciudad había pasado a ser meramente testimonial. 

Tras la conquista cristiana, los musulmanes fueron obligados a abandonar Córdoba, de modo que la ciudad quedó desierta. Los pactos de la rendición habían forzado a los musulmanes a exiliarse, quedando en esos primeros momentos en la ciudad unos quinientos caballeros cristianos y otros tantos entre escuderos y peones, si bien se sabe que a finales de septiembre de 1236, estando Fernando III en Toledo, en la fiesta de San Miguel, llegó a Córdoba una muchedumbre de la que la “Crónica Latina” ha recogido que eran tantos que apenas fueron suficientes para alojarlos las antiguas casas que los musulmanes habían abandonado. 

Ya en esos momentos debieron acudir a Córdoba los primeros grupos de judíos, a los que se asignó un sector de viviendas situadas entre la Puerta de Almodóvar y la Catedral, incluyendo también los espacios del Castillo de la Judería, antiguo alcázar almohade. En el “Fuero de Córdoba” existen algunas disposiciones que nos hablan de esa presencia judía en la ciudad, regulando su posición social al establecer, por ejemplo, que no podían acceder a los cargos públicos, salvo el de almojarife, y que en caso de producirse litigios entre cristianos y judíos, estos habrían de someterse a los jueces cristianos. 

A partir de 1260, según Nieto Cumplido, los judíos habrían ido ocupando otros espacios de la ciudad, existiendo noticias de que algunos de ellos residían en lugares como la calle Pedregosa, de la Cárcel (hoy Velazquez Bosco), de la Madera, Especiería de la Puerta de Hierro (hoy Alfonso XIII) y Realejo de San Andrés. No es fácil cuantificar el número de personas que integraban la judería cordobesa. Como mera estimación, se piensa que entre 1236 y 1391, es decir entre la conquista cristiana y el episodio del Robo de la Judería podría contarse una media de cien cabezas de familia. 


Crisis y desórdenes 

A fines del siglo XIV la ciudad de Córdoba vivía unos tiempos de penuria económica y de continuos alborotos sociales. La ciudad no parece que estuviera bien gobernada y en los cordobeses, presos de las tribulaciones, se estaba impregnando un sentimiento de odio contra sus vecinos judíos que habría de culminar en un alzamiento de la masa popular que animada por el deseo de robar a sus habitantes se lanzó al asaltó la Judería. Muchos judíos fueron asesinados en la revuelta y para los que sobrevivieron solo quedaron las alternativas de la conversión forzosa o el exilio. Tras este episodio, que las fuentes denominan Robo de la Judería, el barrio quedó prácticamente despoblado lo que se confirma si tenemos en cuenta que es en esos tiempos cuando por decisión episcopal se crea allí la nueva collación de San Bartolomé. Tras el asalto de la Judería, los conversos pensaron que estarían más seguros si se iban a vivir a otros barrios de la ciudad. Las consecuencias directas de los sucesos de 1391 fueron por tanto que muchos judíos se convirtieron al cristianismo y se integraron, al menos en apariencia, en la Córdoba cristiana, dándose así término a la segregación urbana en que antes habían vivido. La existencia de la Judería cordobesa fue por tanto de unos ciento cincuenta años, los que transcurren entre la conquista cristiana de la ciudad y el expolio del año 1391. Según Nieto Cumplido, que manejó fuentes de las actas capitulares, muchos de los conversos se habrían mudado a la collación de San Pedro, a la de Santa María (Pescadería, Carnicería, Baño, Abades…), a San Andres, San Salvador y San Nicolás de la Ajerquía. 

El Robo de la Judería se inserta en un contexto histórico acerca del cual los jurados de la ciudad han dejado constancia de que “el pueblo era fatigado e trabajado e lo pasaba muy mal”, debido, sobre todo, a las altas cargas fiscales en unos tiempos de depresión económica. De hecho, entre 1379, en los inicios del reinado de Juan I, y 1453, en los tiempos finales de Juan II, se produjeron alborotos continuos. En palabras nuevamente de los jurados, que se dirigen al rey: “los bullicios e movimientos que en esta ciudad ovo así en el robo de la Judería, como en echar de la cibdat los vuestros oficiales, e en ser los omes rebeldes non queriendo pagar las vuestras monedas”. Vemos en este informe de los jurados, en el que se encuentra una referencia al asalto de la Judería, que se nos dice también que las gentes se están enfrentando a los propios oficiales del rey, negándose a pagar los impuestos establecidos por el monarca. 

Algunos autores, entre ellos José Amador de los Ríos, han hablado de la existencia de una conspiración, que se habría urdido a plena luz del día, y en la que habrían participado, por acción u omisión, todas las clases sociales. De algún modo, se buscaba la aniquilación del pueblo hebreo. La envidia que todos sentían por las riquezas de algunos judíos y el celo religioso, unidos, producían un sentimiento de odio contra estas gentes. La sociedad cristiana estaba predispuesta a cobrarse reales o supuestas injurias que contra ella habrían sido cometidas por los judíos, y ello a pesar de que reyes, prelados y magnates seguían utilizando en su provecho los servicios financieros que estos hombres les brindaban. 

Fue en este contexto de odio cuando en 1390, inesperadamente, se produjo la muerte del rey don Juan en Alcalá de Henares. Su hijo y heredero, el que habría de ser Enrique III, tenía en ese momento once años, de modo que se creó un consejo de tutores y gobernadores en el que no fueron incluidos algunos de los magnates de Castilla, por lo que estos se opusieron a la ejecución del testamento del rey fallecido. Vendrían dos años de conflictos y algarabías hasta que los procuradores del reino, reunidos en Burgos, alcanzaron un acuerdo. 

Estamos en unos tiempos en que como ingredientes que habrían contribuido a la creación de un caldo de cultivo propicio a la revuelta antijudía se encuentran, además de la muerte del rey, una situación de crisis de subsistencias y duras epidemias que están diezmando la población. A ello se unen la sensación de mengua de la justicia, que estaría controlada por los poderosos; la presencia de malhechores y salteadores de caminos, algo propio de una ciudad de frontera; y finalmente la hipersensibilidad religiosa que embarga el ánimo de las gentes. Es preciso dejar constancia, en todo caso, de que esta revuelta antijudía cordobesa no fue un hecho aislado. Todo lo contrario. El Robo de la Judería se encuadra en un contexto generalizado de pogroms al que habrían contribuido las arengas de cierto arcediano de Écija, del que encontramos noticias en la “Crónica del rey don Enrique III”. 


El arcediano de Écija 

Este individuo, llamado Ferrán Martínez, que vivía en Sevilla a pesar de ser arcediano de Écija, se venía distinguiendo en los últimos años por sus continuas prédicas contra los judíos, lo que había hecho que fuese amenazado de excomunión por el propio arzobispo, don Pedro Gómez Barroso Albornoz. Antes, en 1378, el rey Enrique II le había ordenado que no incitara al pueblo contra los hebreos y en 1382 y 1383 el rey Juan I había insistido de nuevo en la necesidad de que cesara en sus proclamas antijudías. En esas ocasiones, el Cabildo había respondido a la corona alegando que la justicia civil no tenía jurisdicción sobre el arcediano, sino solo la eclesiástica y que realmente los judíos no corrían peligro. A favor de Ferrán Martínez jugaba el hecho de que era confesor de la reina Leonor, que actuaba como su protectora en las altas instancias castellanas. Fue así como la tensión antijudía fue creciendo en Sevilla, alimentada por las proclamas del arcediano, alcanzando esa tensión límites insufribles en 1390, año en que murieron el rey Juan I y el arzobispo sevillano. En ese momento fue cuando el Cabildo nombró a Ferrán Martínez Vicario General de la archidiócesis y la respuesta de nuestro hombre fue fulminante: el 8 de diciembre de 1390 cursó una orden de destrucción de todas las sinagogas que existían en la diócesis, amenazando de excomunión a los párrocos que no cumplieran esas instrucciones. El 15 de ese mismo mes los judíos elevaron sus quejas a Enrique III, pero Ferrán no hizo el menor caso de esa queja. Sabía que la reina regente y el pueblo sevillano le apoyaban en sus pretensiones. 

A principios de 1391, con motivo de haberse reunido en Madrid las Cortes de Castilla, acudieron allí algunos judíos poderosos que actuaban guiados por el ánimo de pujar por los arrendamientos de las rentas públicas, una función financiera que todavía seguían manteniendo en estos tiempos. Portaban cartas de las juderías de Sevilla y Córdoba en las que se decía que las gentes, incendiadas por las palabras de don Ferrán, estaban acosando a los judíos, que se sentían insultados y amenazados, y ya no se atrevían a traspasar el encierro de sus aljamas. Estos magnates judíos pedían el amparo de la ley para sus afligidos hermanos y el Consejo decidió enviar a Sevilla y Córdoba a dos caballeros que portaban escritos con los que confiaban poder conjurar el peligro de inminente sedición que pendía en el ambiente de esas dos ciudades. Parece que en un primer momento los ánimos se calmaron levemente, pero la calma fue pasajera. Estaba viva en las gentes la codicia de matar y robar a los judíos, y los acontecimientos habrían de precipitarse muy pronto. 

En la “Crónica del rey don Enrique III” han quedado reflejadas esas noticias que nos hablan de que los judíos de Sevilla se habían quejado a las autoridades de “como un Arcediano de Ecija, en la Iglesia de Sevilla, que decían Don Fernand Martínez, predicaba por plaza contra los Judíos, é que todo el pueblo estaba movido para ser contra ellos”. Se narra también que cierto desaprensivo hacía causado males a los judíos por lo que Don Juan Alfonso, Conde de Niebla, y Don Alvar Pérez de Guzmán, Alguacil mayor de Sevilla, habían ordenado que ese hombre fuera azotado. A raíz de esto todo el pueblo de Sevilla se amotinó y tomaron preso al Alguacil “e quisieran matar al dicho Conde é á Don Alvar Pérez”. Muy pronto, las llamas del levantamiento popular habrían de llegar a otras ciudades y el Consejo de los Señores, Caballeros y Procuradores fue informado por los propios judíos de Sevilla de todos estos acontecimientos, rogando que estas autoridades pusieran algún remedio a la situación. Los del Consejo se ocuparon de enviar a ciertos hombres de su confianza a Sevilla, Córdoba y otros lugares. Estos emisarios portaban mensajes y cartas del propio Rey, lo que hizo que de algún modo se calmaran los ánimos. “Asosegóse el fecho” –dice la Crónica. 


Muerte en las juderías 

Sin embargo, el sosiego duró poco: “ca las gentes estaban muy levantadas é non avían miedo de ninguno, é la cobdicia de robar los Judíos crecía cada día. E fue causa aquel Arcediano de Ecija deste levantamiento contra los Judíos de Castilla; e perdiéronse por este levantamiento en este tiempo las aljamas de los Judíos de Sevilla, é Córdoba, é Burgos, é Toledo, é Logroño é otras muchas del Regno; é en Aragón, las de Barcelona é Valencia, é otras muchas; é los que escaparon quedaron muy pobres, dando muy grandes dádivas a los Señores por ser guardados de tan grand tribulación”. 

Veamos como describía Amador de los Ríos los trágicos sucesos sevillanos: “La población de Sevilla vióse, no obstante, repentinamente agitarse en masa: silenciosas y resueltas, movíanse las turbas, como impulsadas de misterioso resorte, corriendo de consuno a la Judería, que era asaltada por todas partes. El hierro, el saqueo y el incendio, degollaban, aniquilaban y destruían, con prodigiosa rapidez, cuanto se oponía al paso de la furiosa muchedumbre, sin perdonar a los que huían ni a los que imploraban misericordia. Entre los gritos de los asesinos e incendiarios, escuchábanse los inexorables acentos del arcediano don Ferran Martínez, que, como otro fray Pedro Olligoyen, canonizaba con su ejemplo y su sacrílega predicación aquellas terribles escenas. Más de cuatro mil judíos perecían al furor del fanatismo: las sinagogas menores eran derribadas en el acto por los feroces satélites del arcediano, y sólo encontraban salvación los que escaparon de tan bárbaro estrago, pidiendo a voces las aguas del bautismo…” 

La revuelta sevillana, que se había iniciado el 6 de junio, se propagó de inmediato a las poblaciones de Alcalá de Guadaira, Carmona y Écija, en la campiña, y a las de Santa Olalla, Cazalla y Fregenal, en la sierra. Muy pronto la sedición llegaría a Córdoba. Aquí, dominada por el deseo de robar, la muchedumbre derribó las puertas que protegían la judería y penetró en su recinto. A las muertes siguió el expolio y los incendios. Dice Amador de los Ríos, que habría recabado algunas noticias recogidas por Luis Maraver y Alfaro, cronista de Córdoba, que: “Tiendas, fábricas, talleres, moradas, todo fue a la vez inundado de sangre y fuego, desvaneciéndose en breves horas, y antes que las autoridades pensaran en la defensa de los israelitas, las inmensas riquezas, que daban celebridad a la industria cordobesa en muy apartadas regiones, los niños, las doncellas, los ancianos, los sacerdotes, los jueces, todos caían al golpe del hierro exterminador, embotado en aquel frenético populacho el sentimiento de la caridad y de la misericordia. Repuesto de la primera sorpresa, acudía el Alguacil mayor de la ciudad, con buen golpe de caballeros y soldados, a poner coto en tan bárbara carnicería: su asombro y su indignación no tuvieron medida, al ver que pasaban ya de dos mil los cadáveres, hacinados en calles, casas y sinagogas.” 

Desde Córdoba, la revuelta se fue extendiendo por Montoro, Andujar, Úbeda, Baeza, Ciudad Real, Cuenca y pronto por los más alejados lugares de Castilla, Aragón y Cataluña. Por las fuentes se sabe que las revueltas se prolongaron hasta mediados de agosto y que la mayor parte de las juderías fueron destruidas. Acerca de estos dramáticos acontecimientos, Cristobal Lozano, en su obra “Reyes nuevos de Toledo, año de 1391”, dejó escrito según recoge Amador de los Ríos que “Andaba en todas partes tan amotinado y desmantelado el pueblo, tan golosa la codicia, tan acreditada la voz del predicador, don Ferran Martínez, de que, con buena conciencia, podían robar y matar a aquella gente, que sin respeto ni temor de jueces ni ministros saqueaban, robaban y mataban que era pasmo. Las voces, los lamentos, los gemidos de los que sin culpa se veían arruinar y destruir, al paso que lastimaban a los que no eran en el hecho, incitaban a mas rabia y mas crueldad a los dañadores: sólo usaban la clemencia y reservaban las vidas y la hacienda a los que querían ser cristianos y pedían a voces el bautismo.” 

Es indudable que los crímenes cometidos en 1391 cuentan como claro inductor a Ferrán Martínez, el arcediano de Écija, que con sus sermones había contribuido a incendiar los ánimos de las gentes, pero también habría que responsabilizar a los reyes, ya que tanto Enrique II como Juan I, conocedores de la situación que se estaba creando nunca habían llegado realmente a tomar cartas en el asunto. La tibieza de su actitud, similar a la que mostró la Iglesia y los concejos de las poblaciones, impidió que los alzamientos fueran reprimidos con mano firme. Muchos de los crímenes habrían de quedar impunes, sobre todo tras la muerte de Enrique III, monarca que en los años que siguieron a los alzamientos impuso diversas sanciones a los culpables, como luego veremos. En 1395, este rey ordenó recluir al arcediano al que acusó de alborotador del pueblo, pero la reclusión habría de durar solo unos meses y, finalmente, cuando le llegó el momento de la muerte, Ferrán Martínez gozó incluso entre las gentes de fama de santidad. 

En todo caso, como también tendremos ocasión de comentar, los judíos que sobrevivieron a los asaltos nunca fueron restituidos en sus derechos, siendo lo usual que sus propiedades en las juderías fueran donadas por el rey a diversos magnates de su corte. Así sucedió en Sevilla, cuya judería fue adjudicada en 1396 a Diego López de Estúñiga, Justicia del Reino, y Juan Hurtado de Mendoza, Mayordomo Mayor del monarca. 


Las sanciones de Enrique III 

Al tener noticia de los sucesos la autoridad real intervino en el asunto adoptando la medida de imponer unas importantes sanciones económicas a todos aquellos de los que supo que habían participado en el asalto a la Judería cordobesa. Rafael Ramírez de Arellano, en un trabajo publicado en el Boletín de la Real Academia de la Historia estudió cuatro cartas que Enrique III había cursado a los regidores de Córdoba, dando respuesta a diversas inquietudes que estos le iban transmitiendo en relación con las dificultades que encontraban para cobrar esa sanción, que alcanzaba la cuantía de 40.000 doblas de oro. Esas cartas, que Ramírez de Arellano consultó en los archivos municipales están fechadas en Aliseda, el 13 de junio de 1396 (Número 4 del legajo primero de Reales Resoluciones); Ávila, el 25 de abril de 1398 (Número 2 del legajo rotulado Asonadas); Tordesillas, el 20 de marzo de 1401 (Número 3 del legajo de Asonadas) y Segovia, el 7 de octubre de 1404 (Número 4 del mismo legajo de Asonadas). En estos escritos, el Rey contesta a los regidores cordobeses insistiendo, una y otra vez, en que las doblas deben ser repartidas entre los responsables del “Robo”, y una vez cobradas deben ser puestas a disposición de la Cámara Real. 

Ramírez de Arellano, que cifra la sanción en 40.000 doblas de oro, nos dice que esta había sido aceptada por el Consejo de Córdoba a través de un convenio que había suscrito con el monarca, ya que la primera de las cartas se encuentra una mención a su existencia. Para instruir todo el proceso cobratorio, y según se desprende de los escritos como manifestación del apoyo del Rey en esta cuestión del cobro a los regidores cordobeses, el monarca nombró al Doctor Pedro Martínez. En el primero de los textos se dice que la sanción ha sido impuesta “por el robo e entraimiento e destruición de la mi judería e castillo della”. Se indica también que se cree que en el “Robo” habían participado personas de buena posición y criados de los grandes, e incluso gente de la iglesia. Se insinúa que participó también gente “muy poderosa”, acerca de la cual el Rey solo permitirá el castigo una vez que sean “oídos e vencidos en derecho”. 

De la segunda de las cartas reales citadas se desprende que en ese momento el Consejo de Córdoba solo había podido cobrar 10.000 doblas. En ella, el Rey autoriza que algunos que habían sido desterrados pudieran volver a Córdoba, pero insiste en que todas y cada una de las doblas de la sanción deben ser cobradas. No accede a perdonar nada de la cuantiosa multa que había impuesto. 

Entre marzo y junio de 1400, es decir en un tiempo comprendido entre las cartas segunda y tercera, de la que luego nos ocuparemos, hubo una grave epidemia de peste en Córdoba, que produjo innumerables víctimas, lo que hizo que las dificultades del Consejo para repartir y cobrar las doblas que el Rey pedía llegaran a ser casi insuperables. En efecto, muchos de los deudores habían muerto y otros muchos habían huido a otras tierras, posiblemente huyendo tanto de la peste como de la propia sanción que pesaba sobre ellos. Por estos tiempos se llevó a cabo un reparto de 4.500 doblas, a cuenta del total impuesto por el Rey, pero lo cierto es que casi nadie pagaba, de modo que el Consejo, incapaz de cobrar, envió al monarca a su alcalde mayor Pedro Benegas y al veinticuatro Alfón Méndez de Sotomayor, para que le expusieran los apuros por los que la ciudad estaba pasando. El Rey, en la tercera carta, fechada ahora en Tordesillas el 20 de marzo de 1401, manifiesta estar informado de este reparto de 4.500 doblas que se ha realizado entre los “culpantes en el robo de la Judería desa dicha cibdat”. Al parecer, algunos de los acusados del alzamiento habrían proporcionado diversos bienes en prenda de esa responsabilidad, en tanto que otros habrían ya fallecido sin haberse obtenido antes esas prendas y otros, finalmente, por la gran pestilencia que ha azotado la ciudad han escapado a otros lugares “e que les non podedes aver en la cibdat para les fazer pagar lo que les copo en el dicho repartimiento…” 

En esta situación, el Rey hace saber al Consejo que su merced y voluntad es que los bienes que se tengan en prenda sean vendidos para obtener recursos con los que satisfacer las multas que habían sido impuestas; que por los que hayan muerto, que paguen sus herederos, y que con respecto a los que se fueron de la ciudad, huyendo de las sanciones y de la peste, que se les obligue a pagar donde quiera que fuesen encontrados. Dice en concreto que sean enviados a Córdoba “bien presos e bien recabdados e vos los entreguen e los tengades presos fasta que paguen”. 

En la última carta real, fechada en Segovia el 7 de octubre de 1404 el monarca se hace eco de una queja que le habían elevado los jurados de la ciudad. En concreto, se había hecho un nuevo reparto de 12.000 doblas, y se habían cobrado, pero los encargados de la recaudación se habían quedado con ellas, de modo que los regidores se quejaban de que se cobraba y no se pagaba la cobrado a la Cámara Real. La contestación de Enrique III fue clara, ordenando que se apremiara a los repartidores y a los recaudadores para que diesen cuenta con pago a la ciudad, para que esta supiera lo que ya se había pagado de la sanción y lo que quedaba todavía por pagar. Como medida de presión, amenazaba al corregidor de que si no cumplía con esta orden debería pagar a su vez una multa de 10.000 maravedíes, con destino también a la Cámara Real. 

Ramírez de Arellano argumentaba que posterior a esa fecha de 1404 no hay nuevas menciones a este asunto de las 40.000 doblas debidas al Rey por los alzados en el Robo de la Judería. Dos años después, Enrique III fallecía y todo sugiere que posiblemente las resultas de este suceso tan escandaloso habrían de quedar impunes. En todo caso, las consecuencias del Robo de la Judería fueron dobles. De un lado, la población judía se extinguió, ya que los que no fueron asesinados hubieron de convertirse al cristianismo o exiliarse. De otro, el Rey impuso importantes sanciones a los culpables de los crímenes. Sanciones que, incluso, fueron trasladadas a sus herederos cuando aquellos habían fallecido. En todo caso, estas sanciones no se aplicaron a compensar a los judíos por los daños que habían sufrido sino que quedaron en poder del monarca. 

Tras el “Robo”, la situación de los judíos cordobeses que habían optado por convertirse era lastimosa, teniéndose noticias de que algunos de ellos habían quedado obligados a pedir limosna en las calles, en tanto que algunos huérfanos habrían sido recogidos por personas piadosas, como es el caso de Leonor López de Córdoba. Los bienes de las aljamas y sinagogas habrían sido entregados por Enrique III a su camarero Ruy López Dávalos. En documentos de la época se han encontrado noticias en las que el propio Cabildo de la Catedral se queja de la pérdida de rentas que ha sufrido en la aljama hebrea como consecuencia de que la misma haya quedado despoblada. 

Este menoscabo de las rentas que hasta entonces obtenían de las juderías fue sentida, además de por la Iglesia, por la propia corona y por los magnates del reino, dándose el caso de muchas obras piadosas y monasterios que basaban sus economías en la capitación hebraica y que vieron como sus privilegios se esfumaban en el aire. Así sucedió, en el caso de Córdoba, con la fundación de la reina Constanza del aniversario que había de celebrarse en la catedral por el alma de Fernando IV, que hubo de quedar en suspenso durante unos años hasta que se consiguieron nuevas fuentes de financiación. 

La precaria situación económica de los conversos en los años que siguieron al “Robo” hace que algunos de ellos hubieran de pedir el auxilio de la caridad. Es en este contexto en el que vemos que, a modo de ejemplos, el Cabildo de la Catedral, con fecha 5 de enero de 1392, entregó un cahiz de trigo para su mantenimiento a Pero Sánchez Percal; y el 4 de marzo de ese mismo año entregó la misma cantidad de trigo a un tal Pero Alfonso, converso, “por amor de Dios”. 

En Córdoba, desde entonces, ya no existieron judíos que oficialmente practicaran su religión. Todos hubieron de convertirse o exiliarse, tratándose obviamente de una conversión forzada, propia de unos momentos de especial violencia, por lo que la asimilación de estas gentes por la población cristiana sería desde el primer momento muy cuestionable. Los conversos, intentando pasar desapercibidos, adoptaron nuevos apellidos, dándose el caso de que solo algunos de ellos, como segundo apellido, se atrevieron a conservar el original judío. 

En poco tiempo, sin embargo, desde mediados del siglo XV, sin duda gracias a la laboriosidad y tenacidad de estos hombres, los conversos fueron capaces de reponerse del descalabro que habían supuesto los sucesos de 1391. Eran unos tiempos en que la escasez y el hambre seguían imperando entre las clases sociales mas bajas, por lo que de nuevo habría de rebrotar un fuerte sentimiento de envidia, ahora no contra los judíos sino contra los conversos. 

Es posible que la primera iniciativa pública en contra de los conversos fuese la tomada el 22 de septiembre de 1466 por el chantre don Fernán Ruiz de Aguayo, estableciendo un estatuto de limpieza de sangre para los seis capellanes y dos sacristanes de su capilla de San Acacio. Unos años después, en 1473, se producirá un alzamiento popular contra la población conversa de Córdoba. Es lo que se conoce como el episodio de la Cruz del Rastro. Poco después, en 1492, se creará en Córdoba la sede del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.