La Jornada del Arrabal


El reinado de al-Hakam I, emir de al-Andalus entre los años 796 y 822 de nuestra era, se caracterizó por las rebeliones internas que sacudieron de manera insistente el solar hispano controlado por el Islam. Al-Hakam tuvo que sofocar continuas insurrecciones en los territorios fronterizos y mantener cruentas luchas dinásticas con sus tíos, que no reconocían sus derechos. Una de las más terribles masacres ordenadas por el emir fue la que aconteció en Toledo en la denominada “Jornada del Foso”. En esa oportunidad, entre 700 y 5000 toledanos, según las fuentes que se manejen, fueron pasados por las armas. 

Piensan los estudiosos de esta etapa histórica que sin la férrea dureza de al-Hakam la España islámica habría posiblemente sucumbido, desintegrada por los múltiples enfrentamientos internos motivados por los contrapuestos intereses que estaban en pugna. No es así extraño que de este emir se llegara a decir, en las fuentes antiguas, que había apagado el fuego de la discordia en al-Andalus, concluyendo con las turbas de rebeldes y humillando por doquier a los infieles. 


Conspiración 

No debe resultarnos extraño en este contexto que las conspiraciones contra al-Hakam llegaran a producirse, incluso, en la propia Córdoba, capital de al-Andalus, en cuyo alcázar, fuertemente vigilado, residía el emir. En efecto, por Ibn al-Qutiyya tenemos noticia de que en 805 una conjura cordobesa intentó derrocar a al-Hakam, para poner en su lugar a uno de sus primos, de nombre Ibn Shamas. Este personaje, sin embargo, poco seguro del posible éxito de la conspiración, traicionó a sus partidarios, delatándolos ante el emir. 

Las consecuencias de esa reprobable acción de Ibn Shamas fueron inmediatas. Algunos de los conspiradores pudieron huir, pero la mayor parte de ellos fueron ajusticiados y sus cuerpos, crucificados, se expusieron a la horrorizada mirada de los cordobeses. Los cronistas de al-Andalus nos han dejado multitud de noticias que confirman que en los tiempos que estamos comentando, el camino que discurría por la orilla derecha del Guadalquivir, al lado oriental de la Puerta del Puente, el denominado Arrecife, fue frecuente escenario de las crucifixiones de osados individuos de las más diversas extracciones sociales que habían intentado enfrentarse al emir. 

Argumentaba el cronista al-Nuwayri que la mala reputación de al-Hakam entre sus súbditos cordobeses habría de ser achacada a su desmedida afición a la bebida y a otros placeres mundanos, que llegaron a motivar, incluso, que en alguna oportunidad los habitantes de los arrabales llegaran a insultar públicamente al emir, llamándole borracho, lo que habría ocasionado aplausos enfervorecidos de la multitud presente. 


Descontento en Shaqunda 

Ante estas perspectivas intentó al-Hakam fortificar Córdoba, mandando reparar sus viejas murallas y ahondando la cavidad de sus fosos. Sus intenciones eran claras. Inmerso en un contexto inseguro quiso como objetivo prioritario distanciarse lo más posible de los descontentos y conspiradores, produciendo, como consecuencia inmediata, un incremento del malestar del populacho, que veía como el emir no dudaba en gastar sumas ingentes de dinero destinándolas al pago de la soldada de los hombres que protegían, haciéndolo inaccesible, su alcázar. Estas tropas mercenarias eran conocidas por la plebe, despectivamente, como los mudos, porque eran extranjeros, esclavos y negros sobre todo, que ni siquiera sabían hablar el árabe. 

Situado al otro lado del Puente Viejo que cruza el Guadalquivir, en lo que hoy conocemos como Campo de la Verdad, el arrabal de Shaqunda estaba poblado, mayoritariamente, por artesanos y comerciantes muladíes, es decir, cristianos que habían renegado de su fe y se habían convertido al Islam. Tenían también aposento en esta barriada juristas y teólogos malikíes que no dudaban en criticar abiertamente los vicios del emir creando un clima de odio enfervorecido en el arrabal, del que se dice que llegó a ser un lugar impenetrable para los soldados de al-Hakam: 

“Infelices de los soldados -dice Dozy- que osaban aventurarse por las estrechas y tortuosas calles del arrabal! Se los insultaba, se los golpeaba, se los degollaba sin piedad. Se ultrajaba hasta el monarca mismo”. 

En este ambiente de odio febril contra su persona tomó al-Hakam una insólita decisión que habría de acarrear días de sangre y fuego en la Córdoba islámica. Ordenó el emir la creación de nuevos impuestos, cuya recaudación sería además encargada a un personaje odiado por el pueblo creyente, el despreciado conde Rabí, en el que se unieron dos atributos execrables, de un lado era el recaudador de unos tributos que para muchos alfaquíes no tenían sustento legal y, además, era un cristiano mozárabe. Como no podía ser de otro modo la explosión de ira entre los teólogos y el pueblo no habría de hacerse esperar. Ni unos ni otros podían admitir que fuera precisamente un cristiano quien hubiera de exigir el pago de unos impuestos de dudosa legalidad. Este vilipendiado conde Rabí, algunos años más tarde, muerto ya al-Hakam, habría de ser condenado a muerte por Abd al-Rahman II, que intentaba brindar con ello un gesto amistoso dirigido a los irritados alfaquíes cordobeses. 


Jornada del Arrabal 

El día 25 de marzo del año 818 culminó el proceso de ira y descontento social con la sublevación de los pobladores del arrabal de Shaqunda, que en la denominada “Jornada del Arrabal” estuvieron a punto de tomar el alcázar real, poniendo en grave aprieto al emir, que en algunos momentos llegó a temer, incluso, por su propia vida. 

Sabemos por Ibn Idari que los amotinados cruzaron el Puente Viejo y se enfrentaron con las tropas de al-Hakam, peleando con dureza y no cediendo en sus posiciones. Era fuerte el ánimo del populacho, convencido de que con su alzamiento iban a conseguir derrocar al tirano, empeño en el que, según al-Nuwayri, hicieron pronto causa común gentes procedentes de otros arrabales de la ciudad, que se unieron a los sublevados. 

En una sugestiva recreación de la Córdoba omeya Antonio Muñoz Molina nos revivía de modo admirable estos momentos terribles de la vida de al-Hakam: 

“Los muros del alcázar no existían solo para prevenir ataques de los enemigos exteriores: como la Alhambra, el alcázar de Córdoba era una recelosa fortificación construida para defender al rey de los motines de sus súbditos, y por eso tenía puertas que permitían salir de la ciudad sin pasar por sus calles. Cuando la sublevación del arrabal de Shaqunda, al-Hakam, que veía desde una terraza el alud furioso de la muchedumbre y no estaba seguro de que sus mercenarios la pudieran contener, volvió serenamente a su tocador y se perfumó la cabeza con almizcle y algalía. Alguien, extrañándose de que actuara así en un trance tan desesperado, le preguntó por qué lo hacía, y el Emir contestó: Éste es el día en que debo prepararme para la muerte o para la victoria, y quiero que la cabeza de al-Hakam se distinga de las de los otros que perezcan conmigo”. 

Tras unos primeros momentos de incertidumbre las tropas de al-Hakam, saliendo del recinto amurallado de Córdoba por la Puerta del Puente, se enfrentaron a la chusma, a la que, no sin esfuerzo, consiguieron hacer retroceder a la largo del puente, sobre el que se desarrolló una espantosa carnicería. Fue en este momento cuando una parte de la caballería del emir se replegó entrando de nuevo en Córdoba por esa misma Puerta del Puente y volviendo luego a salir, rápidamente, por la de Hierro (conocida como de la Pescadería en los posteriores tiempos cristianos). Era su intención vadear el Guadalquivir y tomar posiciones detrás del arrabal amotinado. 

La estratagema de al-Hakam tuvo éxito. Los hombres de su caballería que habían cruzado el río encontraron pronto el refuerzo de diversos contingentes que procedentes de las ciudades y pueblos más próximos de la Cora acudían a Córdoba reclamados por el emir. Todos ellos fueron penetrando en el arrabal y prendieron fuego en sus viviendas, lo que hizo que los amotinados, que seguían combatiendo en el puente, viendo sus casas en llamas, abandonaran sus posiciones y huyeran despavoridos, quedando, sin embargo, atrapados entre las fuerzas que avanzaban por el propio puente y las que lo hacían por el arrabal. Poseídos por el terror los amotinados fueron masacrados sin piedad por los hombres de al-Hakam. Las súplicas de los cordobeses fueron estériles. Los mudos, que ni siquiera las entendían, pasaron a cuchillo a centenares de ellos. 


Muerte y exilio 

Tras la derrota de los sublevados al-Hakam ordenó que como cruel escarmiento trescientos de ellos, capturados con vida, fueran crucificados, cabeza abajo, en las inmediaciones del Guadalquivir. Durante tres días el pillaje, las matanzas y las llamas se adueñaron de Shaqunda, cuyos habitantes fueron conminados a abandonar Córdoba sin excusa. Pasado ese plazo de tres días, al-Hakam ordenó arrasar el arrabal, que quedó íntegramente asolado e incluso, posteriormente, el lugar sería sembrado para evitar que nadie volviera a construir sobre él. 

Antes de la destrucción, al-Hakam había aclarado, férreamente, que quienes no partiesen al exilio serían, sin más, condenados a muerte de cruz. Los que habían podido ocultarse en el momento de las masacres, evitando así su muerte segura, huyeron con sus familias y con las escasas pertenencias que pudieron salvar. Se sabe por los cronistas del Medievo que tropas y hombres viles aprovecharon esta terrible situación para tender emboscadas a los que huían al exilio, arrebatando a los fugitivos esos pocos bienes que portaban. 

La acción de los mercenarios de al-Hakam en Shaqunda fue la propia de una tropa que saquea una ciudad conquistada al enemigo tras cruenta batalla. Amnistió, sin embargo, el emir a los alfaquíes, intentando con ello congraciarse y obtener un punto a apoyo en los juristas y teólogos de Córdoba. Sobre este extremo, tan criticado luego, hacía Reinhart P. Dozy, a mediados del siglo pasado, unas interesantes consideraciones: 

“Al-Hakam, despiadado para los labradores del arrabal, como lo había sido antes para los vecinos de Toledo, no lo fue para los alfaquíes. Es que los unos eran árabes o bereberes y los otros no. Al-Hakam, como verdadero árabe, tenía dos pesas y dos medidas; contra los antiguos habitantes del país, a quienes menospreciaba, creía que todo le era permitido si desconocían su autoridad; pero cuando se trataba de rebeldes de su propia casta, los perdonaba de buen grado. Verdad es que los historiadores árabes han explicado de otro modo la clemencia de al-Hakam, atribuyéndola a remordimientos de conciencia. No pretendemos negar que al-Hakam, cruel y feroz por intervalos, pero que volvía siempre a sentimientos más humanos, no se haya reprochado como crímenes algunas de las órdenes que había dado en un momento de furor, como cuando hizo degollar a los alfaquíes presos en la Rotonda; pero nos parece, sin embargo, que los clientes omeyas, que, escribiendo la historia de sus patronos, hacían esfuerzos inauditos para rehabilitar la memoria de un príncipe relegado por el clero a los abismos del infierno, han exagerado su arrepentimiento, porque a juzgar por el propio testimonio de al-Hakam, es decir, por los versos que dirigió a su hijo poco tiempo antes de morir, estaba firmemente convencido de que tenía el derecho de obrar como lo había hecho”. 

Tras la acción devastadora de al-Hakam, Shaqunda se convirtió en un inmenso despoblado sobre el que, posteriormente, se ubicaría una de las más importantes necrópolis de la Córdoba islámica. Sabemos por al-Nuwayri que algunos de los hombres que partieron al destierro se encaminaron a Fez (en la actual Marruecos), ciudad en la que todavía en nuestros tiempos existe un barrio de andalusíes. Otro grupo, más numeroso, se dirigió a Alejandría, ciudad de la que llegaron a hacerse dueños proclamando una república independiente, de la que serían posteriormente expulsados por Abd Allah ben Tahir, que a cambio les entregó dinero y les transportó a Creta, donde llegarían a fundar un reino que se sostuvo hasta el año 961. Allí, con cuarenta navíos, los andalusíes se dedicaron, sobre todo, a la piratería, infestando con sus correrías de pillaje todas las islas de la zona, cogiendo en ellas botín y cautivos. El propio emperador de Constantinopla sufrió la humillación de soportar las tropelías que estos hombres, oriundos de Córdoba, llegaron a cometer. 


Al-Andalus pacificado 

Mencionamos antes, citando a Dozy, como antes de morir, en unos versos memorables que constituyen una justificación y testamento político ante su hijo, al-Hakam había extractado con singular precisión lo que había sido el motivo principal de su existencia. En esos versos dejó constancia el emir de su férrea convicción de haber actuado siempre en la manera que exigían los intereses del reino. Tenía la obligación y el derecho de enfrentarse a sus enemigos hasta las últimas consecuencias y nunca dudó en hacerlo. 

“Como el sastre se sirve de su aguja para coser los pedazos de tela, yo me he servido de mi espada para juntar mis provincias desunidas; porque desde que tuve uso de razón nada me ha repugnado tanto como el desmembramiento del Imperio. Pregunta ahora a mis fronteras si algún lugar está en poder del enemigo. Ellas te dirán que no, más si te dijeran que sí, yo volaría allí armado de coraza y con la espada en la mano. Pregunta a los cráneos de mis súbditos rebeldes, que semejantes a la coloquíntida, partidos en dos yacen por los suelos y brillan a los rayos del sol, y ellos te dirán si los he herido sin descanso. Embargados por el terror huían los insurrectos para escapar a la muerte, pero yo, siempre en mi puesto, la menospreciaba. Si no he perdonado a sus mujeres ni a sus hijos, es porque ellos habían amenazado a mi familia y a mí, y el que no sabe vengar los ultrajes que se han hecho a su familia carece de honor, y el mundo entero lo desprecia. Cuando concluimos de cambiar estocadas, yo los obligué a beber mi veneno mortal, pero ¿he hecho otra cosa que pagar la deuda que me obligaron a contraer con ellos? En verdad que si han encontrado la muerte, es porque éste era su destino. Te dejo pacificadas mis provincias, hijo mío. Son un lecho sobre el que puedes dormir tranquilo, porque he tenido cuidado de que ningún rebelde pueda turbar tu sueño”. 

Fueron años terribles para al-Andalus aquellos en que al-Hakam tuvo en sus manos el poder. La sangre y el fuego dominaron esta etapa de nuestra historia, si bien, como inmediata consecuencia de todo ese dolor, Abd al-Rahman II, su hijo y sucesor, recibió un país pacificado en el que, según habría de reconocer el propio San Eulogio, Córdoba fue de nuevo exaltada hasta la cumbre misma de la gloria.