El vino en al-Andalus



Un sabio, a quién se le preguntó por el vino, lo censuró, pero luego dijo: “Si se toma como conviene, con quien conviene y cuando conviene, no hay mal en ello, porque alegra el espíritu, disipa los cuidados y enardece e impulsa a las acciones meritorias. Tomarlo con exceso es tan grande daño como es gran bien beber poco”. Se ha comparado, así, el efecto del mucho vino en el cuerpo con lo que pasa a los altramuces cuando se les echa mucha agua y están mucho tiempo en ella, que se decoloran y pierden su brillo. 

Abd Allah, último rey de los Banu Zirí de Granada (Siglo XI) 



En los tiempos en que Mahoma iniciaba sus predicaciones en Arabia, el lugar estaba poblado en buena medida por tribus nómadas que, sometidas solamente a la autoridad de su jeque, solían estar enfrentadas en estériles guerras con sus vecinos. El estado de permanente rivalidad entre las tribus, que no tenían vínculos que hubieron podido contribuir a su unión, hacía que los beduinos suspirasen por conseguir la victoria sobre sus enemigos, en búsqueda siempre de un atractivo botín. Eran tiempos en que la religión no ocupaba un lugar especial en la vida de estos hombres nómadas, que en sus momentos de descanso preferían disfrutar con los placeres del vino, los juegos y el amor. Los poetas de las tribus del desierto proclamaban que el hombre debía disfrutar plenamente del presente, ya que pronto todos habríamos de ser alcanzados por la muerte. 


El vino y el amor 

Reinhart P. Dozy, uno de los arabistas más eminentes del siglo pasado, recogía en su obra los versos de uno de esos poetas, Tarafa, que suponen la consagración de las aspiraciones báquicas de estos hombres nómadas: 

“Por la mañana, cuando vengas, te ofreceré una copa llena de vino, y no te importe beberte el licor de un solo trago; volverás a comenzar conmigo. Los compañeros de mis placeres son nobles mozos de rostros brillantes como luceros. Una cantadora, con su vestido de rayas y su túnica de color azafrán, viene todas las noches a alegrarnos. Su túnica descotada deja que las manos amorosas se paseen libremente por su seno... Estoy entregado al vino y al placer; he vendido lo que poseía, he disipado los bienes adquiridos y los que había heredado. Censor que vituperas mi afición a los placeres y a los combates, dime: ¿tienes la receta para hacerme inmortal? Si tu sabiduría no puede alejar de mí el fatal momento, déjame que todo lo prodigue en los placeres, antes de que me alcance la muerte. El hombre que tiene inclinaciones generosas, bebe en ancha copa durante su vida. Mañana, censor rígido, cuando los dos muramos, veremos a cuál de nosotros consume una sed más ardiente.” 

En este contexto, un hombre religioso, Mahoma, habría de intentar aglutinar a todas estas tribus. No debe, lógicamente, causarnos extrañeza que en un primer momento el Profeta fuese objeto de insultos y burlas y que en más de una ocasión llegara a ser apedreado por los hombres del desierto. La ayuda encontrada en dos de estas tribus, los Aus y los Khazradj, hizo que en un plazo relativamente breve las nuevas enseñanzas del predicador alcanzasen un éxito importante. Solo diez años separan la emigración del Profeta a Medina (622, inicio de la Hégira) del momento en que Mahoma con sus fieles consiguió conquistar La Meca. 

Con el triunfo de Mahoma una nueva ideología que reglamentaba de manera estricta las más diversas facetas de la vida social y económica, triunfó en Arabia. Desde ese momento, los antes libres hombres del desierto, que cantaban a la guerra, al amor y al vino, quedaron sometidos a una nueva ley divina. Se imponían ahora unos tiempos en que habría de primar el ánimo de borrar los antiguos particularismos que habían dividido a las tribus, estableciéndose un monoteísmo religioso del que emanaban nuevas normas sociales que incluían, a modo de ejemplo, la prohibición de comer carne de cerdo, beber vino o practicar la usura. 

En el año 622, como vimos, se inició la Hégira, con la marcha de Mahoma a Medina. Menos de 100 años después, en el 711, los hombres del Islam cruzaban el Estrecho e iniciaban la conquista de la Península Ibérica. Su avance habría de ser vertiginoso y solo sería frenado con su derrota en Poitiers ante los ejércitos del franco Carlos Martel. España, dominada ahora por los musulmanes, habría de conocer unos nuevos tiempos en que la doctrina y creencias del Profeta, entre ellas la prohibición de beber vino, habrían de afectar de manera directa a sus habitantes. 


Al-Andalus 

La evidencia más antigua del cultivo de la vid por el hombre se remonta al cuarto milenio a.C., en tierras de Mesopotamia. En tiempos posteriores, en las culturas griega y romana, el vino habría de alcanzar una especial importancia, estando contrastada a través de las fuentes literarias latinas la buena reputación de los caldos que se producían en Hispania. Tras la caída del Imperio se piensa que hubo de decaer su volumen de producción, si bien lo cierto es que cuando los musulmanes llegaron a nuestra Península el vino se seguía consumiendo en ella de manera habitual. 

Todo parece indicar que la presencia de los hombres del Islam no impidió que los viñedos siguieran siendo cultivados. Así, en el año 961, cuando habían pasado 250 años de la conquista, el “Calendario de Córdoba”, compuesto por Arib ibn Sa´d y el mozárabe Recemundo, todavía explicaba que el mes de enero era el tiempo apropiado en que debían podarse las viñas que se cultivaban en la Sahla (la Vega) y en las estribaciones de la Sierra cordobesa; en tanto que a través de la “Crónica del Moro Rasis” conocemos que existían plantaciones de viñedos al norte de la ciudad de Córdoba, precisamente en las faldas de la Sierra. De otros lugares de la provincia, como Lucena y Castro del Río, también nos han llegado noticias de que se cultivaba la vid. Existía una capa de población, sobre todo en los primeros siglos de dominación, que seguía conservando su religión cristiana o judía y para estos hombres debió seguir produciéndose vino de manera ordinaria. 

Sin embargo, paulatinamente, algunos musulmanes de las más distintas clases sociales fueron dejando en suspenso la prohibición religiosa y gozaron disfrutando los ricos caldos que al-Andalus producía. Los propios emires y califas, las más altas autoridades, no fueron ajenos a esa atracción por el vino. Era notoria, a modo de ejemplo, la afición al alcohol del emir al-Hakam I, que reinó entre los años 796 y 822, que fue especialmente criticada por los teólogos del momento y que constituyó una de las causas que motivaron que la población del arrabal de Shaqunda se amotinase. Posteriormente, ya en tiempos del califato, tenemos constancia de que el propio Abd al-Rahman III, con el paso de los años y a medida que envejecía se fue volviendo cada vez más dócil a la bebida y la lujuria. 


Jueces de Córdoba 

Hemos de entender justificado, si las más altas dignidades del reino gustaban disfrutar de los placeres del vino, que no debiera parecer prudente a los jueces cordobeses ser demasiado intolerantes en relación con los casos de fieles que compartiendo esa misma afición llegaran, incluso, a mostrarse borrachos públicamente. Las noticias contenidas en la “Historia de los jueces de Córdoba”, obra escrita por Aljoxaní en tiempos de al-Hakam II, son, en ese sentido, especialmente sabrosas y nos han dejado constancia de algún juez que casi llegó a cerrar sus ojos para no ver a un individuo excesivamente saturado de alcohol con el que se había topado en plena calle. Otros jueces, igualmente, se habrían mostrado negligentes en aplicar el debido castigo a los bebedores, como es el caso del juez Ahmed ben Baquí, del que Aljoxaní nos ha transmitido informaciones que ofrecen, en relación con la cuestión que estamos tratando, una visión amable y tolerante: 

“Estábamos un día en su casa (del juez Ahmed ben Baquí), yo y su secretario Abenhosn, cuando se presentó un almotacén trayendo un hombre que olía a vino. El almotacén lo denunciaba como bebedor. El juez dijo a su secretario Abenhosn: 

- Huélele el aliento. 
Y el secretario se lo olió y dijo: 
- Sí, sí, huele a vino. 
Al oír eso pintóse en la cara del juez la repugnancia y el disgusto que esto le causaba, e inmediatamente me dijo a mí. 
- Huélelo tú. 
Yo lo hice y le dije: 
- En efecto, encuentro que huele a algo; pero no percibo con seguridad que sea olor a bebida que pueda emborrachar. 
Al oír eso brilló en la cara del juez la alegría y dijo inmediatamente: 
- Que lo pongan en libertad; no está probado legalmente que haya cometido esa falta.” 


Ziríes y abbadíes 

El capítulo XII de las “Memorias de Abd Allah”, último rey de los Banu Zirí de Granada, contiene unas interesantes reflexiones finales que este monarca, derrocado por los almorávides, se hacía desde su destierro. Incluyen esas reflexiones, escritas en el siglo XI, diversas consideraciones médicas sobre los alimentos y el vino, que se abren con una interesante cita a través de la cual Abd Allah nos invita a reflexionar sutilmente: “Dijo un sabio: las gentes viven para comer, y nosotros comemos para vivir”. Para el autor, el Profeta habría dejado escrito que el origen de toda enfermedad suele recaer en el exceso de comida y en la indigestión que provoca. Su remedio no podía ser otro, por tanto, sino la dieta. Comer poco y dormir espléndidamente son hechos que suelen ir unidos, según Abd Allah, que puntualizaba que tanto los excesos como los defectos van claramente en contra de lo que la naturaleza establece. 

Pues bien, para el destronado rey granadino, lo mismo sucedía con el vino. El hombre inteligente es consciente de lo que debe y puede beber y no debe ingerir ni más ni menos alcohol que esa cantidad ajustada a su naturaleza. El posible exceso, en todo caso, no habrá de causar sino trastornos al bebedor. 

Matizaba Abd Allah que no podía ser bueno hacer lo que la Ley religiosa prohibía, si bien, en su caso, no veía ningún inconveniente en conocer algo cuando existe necesidad luego de hablar a fondo de ello. El vino, además, es un buen remedio para las situaciones de melancolía y ayuda a disipar las penas, si bien, profundizando en esta materia considera el monarca que realmente el vino no hace sino actuar conforme a lo que encuentra en el interior del hombre que lo bebe. Si en ese interior encuentra alegría, la renueva, pero si encuentra pesares, los agrava y abre las puertas del mal. 

Todas estas disquisiciones de Abd Allah sobre el vino y los posibles excesos de los bebedores terminan con unas interesantes recomendaciones que dirige a sus posibles lectores, respecto a los cuales teme que le achaquen que el rey de Granada no había deseado durante su reinado otra cosa sino amar a las más bellas mujeres y rodearse de agraciados efebos. Argumenta el monarca que nada de ello viene a ser sustancial, toda vez que en esas reuniones, en las que sin duda corría el vino –lo que Abd Allah espera que Dios le haya perdonado- no se debatió nunca ningún asunto serio, sino que se trataba de reuniones de mero divertimento. Jamás invitó a esos festines a los hombres que competentes y experimentados prestaban los más altos servicios al Estado, porque, como argumenta el monarca: “¿Como podrías reprenderlos hoy si ayer te sorprendieron tus flaquezas en la embriaguez?” 

En esos mismos tiempos en que Abd Allah reinaba en Granada regía la taifa sevillana el rey poeta al-Mu´tamid, cuya corte habría de convertirse en lugar de cita de los mejores literatos de la época. Al-Mu´tamid, príncipe cuya generosidad con los poetas dotados de talento no tenía límite, se distinguió por saber disfrutar de una existencia alegre y gozosa, entretenida en continuos festines y galanteos amorosos con las mujeres de su harén. En uno de sus poemas este rey sevillano dejó escrito que en su opinión ser prudente era no serlo, manifestando en otro, claramente, que el vino tenía más aroma que de ordinario cuando se disfrutaba en compañía de una bella mujer. 


Tiempos de intolerancia 

No todo era, sin embargo, gozo y delicia en las taifas de al-Andalus en el siglo XI. Los teólogos y el pueblo estaban descontentos. Los primeros, irritados, pensaban que los monarcas, demasiado terrenales, habían abandonado sus obligaciones religiosas, en tanto que el populacho se sentía agobiado por las pesadas contribuciones demandadas para costear la existencia feliz de los cortesanos y pagar a los reyes cristianos del norte los tributos que estos exigían a las débiles taifas andaluzas. 

Con Alfonso VI, la presión cristiana sobre al-Andalus se hizo insostenible, lo que hizo que los príncipes musulmanes volvieran la mirada al norte de África, donde los guerreros almorávides, comandados por su emir Yusuf ibn Tasufin, habían alcanzado fulminantes victorias. El propio al-Mu´tamid llegó a exclamar que antes prefería ser pastor de camellos entre los almorávides que porquerizo con los cristianos. Pronto los hombres del desierto salvaron las aguas del Estrecho y se enfrentaron a los ejércitos cristianos, a los que derrotaron de manera providencial. Las consecuencias no se hicieron esperar. Conjurado el peligro de los reyes cristianos, los almorávides tomaron el poder en al-Andalus, destronando a los príncipes que regían en sus taifas. Abd Allah de Granada y al-Mu´tamid de Sevilla, entre otros, perdieron sus reinos y hubieron de partir al exilio. 

Los teólogos estaban especialmente satisfechos. El avance de los ejércitos cristianos había sido frenado y la sociedad de al-Andalus retornaba piadosa a las viejas leyes del Islam, restaurándose la pureza de la fe y las buenas costumbres. A partir de ahora el emir almorávide iba a imponer a la comunidad de creyentes única y exclusivamente las contribuciones fiscales que el propio Corán imponía. Al no existir ya en cada taifa una comunidad de cortesanos entretenida en los lujos y placeres la necesidad de recaudación de impuestos iba a ser menor y el pueblo lo agradecía. Habían sido los propios alfaquíes, deseosos de restaurar la pureza de la fe los que habían presionado para que los hombres del Sahara destronaran a los reyes de al-Andalus y tomasen el poder. 

Los consecuencias de este proceso de revolución en al-Andalus se dejaron sentir. Se instalaron ahora nuevos tiempos de intolerancia. Nunca antes, salvo en las monarquías visigodas, se encontró otro ejemplo de un clero poderoso como lo fue el musulmán en estos años de dominio almorávide. Eran los alfaquíes, realmente, quienes gobernaban el país, acumulando cargos y funciones. Los literatos, poetas y filósofos estaban ahora mal vistos, y con la restauración de los viejos principios del Islam la prohibición de consumir vino retornó con especial energía a las tierras de al-Andalus. 


Ocaso de al-Andalus 

Con los almorávides en el poder corrían malos tiempos para los amantes del alcohol, del mismo modo que fueron años especialmente penosos para todos aquellos cuya religión no era la islámica. Es en estos años cuando los cristianos mozárabes huyeron de al-Andalus en masa. Los que no lo hicieron sufrieron una primera deportación a África en el año 1126. La intolerancia dominaba en al-Andalus. Los poetas y filósofos no podían sino recordar otros tiempos más dulces, ya perdidos, en que los príncipes poetas habían regido los destinos del país. 

Los generales almorávides eran usualmente hombres poco letrados pero cuya vida era especialmente piadosa, dominados como estaban por los clérigos del Islam. Cuando se instalaron en las tierras de al-Andalus estaban acostumbrados a la sencillez de la vida en el desierto. Pronto, sin embargo, una vez que acapararon los tesoros de los príncipes andaluces, abandonaron sus costumbres frugales y buscaron una existencia acomodada, absorbidos por la providencial sabiduría de los hombres que habitaban Andalucía, a los que habían vencido militarmente pero que, sin embargo, poseían una cultura y un modo de vida muy superior al suyo. 

Tras las andanzas en al-Andalus de los guerreros almorávides vendría, luego, la ocupación almohade y posteriormente la paulatina incorporación del territorio islámico bajo el control de los reyes cristianos del norte. Es digno de ser resaltado que cuando en 1236 Córdoba fue conquistada por Fernando III todavía se seguían cultivando importantes extensiones de viñedo en las inmediaciones de la ciudad. Tenemos constancia de ello en la medida en que el santo monarca repartió tierras plantadas de viñas a diferentes personajes que intervinieron en la conquista de la ciudad. Nieto Cumplido, estudioso de estos tiempos históricos, recoge a modo de ejemplo que el monarca donó 500 aranzadas de viñedo a la propia Iglesia de Córdoba, sin duda para garantizarla tanto una buena renta económica como para asegurar que el vino, tan necesario para los cultos y ritos cristianos, no faltase. Es evidente que esos viñedos, que seguían en producción en los tiempos de la conquista cristiana, no se destinaban a proveer de vino a los cristianos mozárabes, que en esos tiempos ya no existían en la ciudad, al haber sido todos ellos expulsados por los almorávides. Ese vino tenía que ser consumido por los propios musulmanes. Quizás por ello, piensa Nieto Cumplido, los sitiadores, en 1236, acusaban a los moros cordobeses de ser personas que no temían a Dios y que tampoco respetaban a los demás. En esos tiempos finales, la tolerancia con los bebedores debió ser, nuevamente, un hecho frecuente.