Mujeres cantoras. Esclavas de lujo en al-Andalus



Se debe traer una esclava bereber, de buen origen, que haya sido importada a los nueve años de edad. Se la llevará, seguidamente, tres años a Medina y otros tres a la Meca, de donde, cuando tenga quince años, deberá ser enviada al Iraq, en donde será cultivada con esmero. De ese modo, a los veinticinco años, cuando sea vendida, la esclava reunirá además de su buen origen, la coquetería de las medinesas, la feminidad de las mequenses y la ilustración que es propia de las iraquíes, mereciendo por todo ello que su señor la quiera más que a las niñas de los ojos. 

Consejos de Abu Utman, tratante de esclavos, que es recogido en su obra por Ibn Butlan (al-Bagdadi). 





A pesar de que en el Islam hombres y mujeres, desde el punto de vista religioso y ético, son iguales y de que el Corán establece claramente que “aquel que obre bien, sea hombre o mujer, y si es creyente, entrará en el Jardín”, lo cierto es que la mujer musulmana alcanzó escasa relevancia en la vida de al-Andalus, ya que el dominio de la esfera social pública, en estas sociedades, está reservado a los hombres. Las familias acomodadas andalusíes recluían a sus mujeres en el harén, siendo su destino usual contraer matrimonio con sus propios parientes masculinos y estando obligadas a usar el velo en las calles y lugares públicos. 


Celosamente guardadas 

Es una regla de las sociedades islámicas que toda mujer debe ser protegida por un hombre, bien sea su padre, un hermano u otro familiar, de tal modo que su matrimonio, cuando se lleve a cabo, no dejará de ser sino un contrato entre el hombre que guarda y cuida de la mujer y su futuro esposo, que preferentemente deberá ser uno de sus primos hermanos por línea paterna. La mujer andalusí de clase acomodada no salía del harén sino para visitar a sus amigas, asistir a los baños públicos o al cementerio, para cuidar las tumbas de sus antepasados, o realizar algunas compras. 

No estaba claro, sin embargo, que a las señoras acomodadas se las debiera dejar salir a comprar al mercado, ya que los tenderos, entre sus tratos, podían inducirlas a cometer actos impropios. No debe así causarnos extrañeza que un jurista egipcio de la escuela malikí, Ibn al-Hajj, que vivió en el siglo XIV, nos haya dejado escrito que “algunos ancianos píos, que Dios se complazca con ellos, han prescrito que la mujer sólo debe abandonar su casa en tres ocasiones: cuando es conducida a la morada de su esposo, al morir sus padres y para ser llevada a su propia tumba”. Sentido similar encerraban las palabras de Ibn Musadif de Ronda cuando argumentaba que “prohíbe a tus mujeres legítimas salir, y cuando lo hagan no muestres un rostro sereno. ¿No son como perlas por su apariencia?. Las perlas cuando salen del nácar deben ponerse en un estuche”. 

La literatura andalusí ha recogido diversas noticias que hacen alusión a la vida de las damas de la clase social alta, que vivían celosamente guardadas y recluidas en el interior del harén. Así, en “El Collar de la Paloma”, Ibn Hazn nos habla de que: “Yo conozco un mancebillo que al pasar por una calle vio una mujer de noble cuna, elevada condición y muy guardada, desde una celosía de su casa...”. Solamente a los hombres de su círculo familiar podían estas mujeres mostrar su rostro. En cierta ocasión el propio Ibn Hazn tuvo oportunidad de visitar una casa en la que habitaba una mujer que, siendo niña, había sido una de sus compañeras de juegos. Sorprendido, Ibn Hazn nos cuenta que esa mujer, en recuerdo de su amistad en la niñez, compareció ante él sin velo, algo ciertamente insólito. 


Señoras y esclavas 

El hombre musulmán puede tener hasta cuatro esposas legítimas y multitud de concubinas esclavas, siempre que posea medios económicos que permitan que pueda cuidar de todas ellas y las trate con justicia, circunstancias que en la sociedad andalusí obligaban a que en las clases sociales más bajas, por motivos obvios, la monogamia fuera algo habitual, ya que un individuo difícilmente podía mantener a más de una esposa. 

En los ambientes de la corte y en las clases adineradas, sin embargo, lo usual es que los poderosos, además de sus esposas legítimas, mantuvieran varias concubinas esclavas entre las que sobresalían, como flores bellas y delicadas, las denominadas esclavas cantoras, que se mezclaban con los hombres en las recepciones y banquetes, exhibiendo su rostro sin velo, alumbrando las fiestas con sus especiales cualidades y siendo, claramente, las mujeres de las que los hombres acomodados terminaban finalmente enamorándose. 

Estas esclavas cantoras, dotadas de una sólida formación y agraciadas con hermosos cuerpos, disfrutaban, a pesar de su condición servil, de una libertad mucho mayor que las damas recluidas en el harén. Eran mujeres cultas y liberales que disfrutaban de la vida más intensamente que las damas de alta cuna, que para la protección del honor del linaje, estaban celosamente guardadas. 

De una cantora que fue vendida en el siglo XI a un príncipe beréber de Albarracín sabemos que sobresalía por sus cualidades especiales para la danza y el canto, pero es que además era experta calígrafa y estada dotada de una refinada cultura y enciclopédicos conocimientos. En estas mujeres se buscaba tanto su belleza física como el saber inmenso de las esencias de la cultura árabe, siendo muy ilustrativo el texto publicitario de un mercader de esclavos musulmán, que Pierre Guichard recoge en su obra, y que justifica el alto precio que alcanzaban las esclavas cantoras debido a la inversión en formación que antes había sido preciso realizar en ellas: 

“Considerar que en este momento tengo en propiedad cuatro cristianas que, ignorantes ayer, son hoy cultas y llenas de sabiduría, versadas en el conocimiento de la lógica, de la filosofía, de la geometría, de la música, de la astronomía, del astrolabio, de la astrología, de la gramática, de la prosodia, de las bellas artes, de la caligrafía. Demostración de ello son las “Grandes Recopilaciones” que de sus propias manos han aparecido sobre las significaciones seguras del Islam y otras obras que tratan de ciencias de igual género, de los conocimientos propios de los beduinos (como las nubes que anuncian agua), de prosodia, de gramática, de lógica, de geometría y de filosofía...” 

No deja sorprender que todos los príncipes omeyas que reinaron en al-Andalus fueran hijos de esclavas concubinas, mujeres que procedían tanto de la Hispania cristiana (gallegas, astures o vasconas) como de otros lugares de Europa, Oriente o África (beréberes, negras, eslavas, provenzales, italianas...). 


Voz de mirlo

Maestro de medicina y filosofía, Ibn Butlan (al-Bagdadi), que murió en Bagdad en 1066, nos ha transmitido un tratado que contiene abundantes orientaciones acerca de la manera en que debían adquirirse los esclavos, consejos guiados por la intención de facilitar que el comprador pudiera descubrir los posibles defectos físicos de estos, así como conocer, en cada caso concreto, que características o cualidades del esclavo podían ser más interesantes. 

En relación con las mujeres, el comprador debía ser conocedor, por ejemplo, de que algunas esclavas, según su origen y formación, destacaban por su carácter servicial, en tanto que otras eran más recomendables si lo que el dueño deseaba era obtener placer de ellas. Siguiendo los consejos de Ibn Butlan cada amo podría escoger la esclava que mejor le conviniera. Así, si se deseaba una mujer para el placer, se recomendaba a las beréberes, en tanto que si se quería conseguir una esclava fiel y ahorrativa debía buscarse una cristiana, de las que resaltaba como cualidades especiales su piel sonrosada, cabello abundante y ojos azules, siendo por naturaleza obedientes, dóciles y leales. Para el cuidado de los niños se debía adquirir una esclava de origen persa, en tanto que las etíopes estaban muy bien consideradas como nodrizas y las mequenses y medinesas gozaban de especial aceptación por las cualidades que concurrían en ellas para el canto y la danza. 

Argumentaba Ibn Butlan que si bien el hombre, en general, está capacitado para desarrollar cualquier tipo de trabajo, lo cierto es que las mujeres, por contra, solo destacan en dos ambientes, de un lado en las labores de la cocina, dado que son más pacientes que el hombre; de otro, en el canto y el baile, en función de que, por naturaleza, son también más armoniosas. Para esta segunda actividad recomendaba especialmente a las mujeres nacidas o criadas en la Meca, ya que eran especialmente dulces y femeninas, sobresaliendo en ellas la flexibilidad de su cuerpo, su tez blanca, buena estatura, finos tobillos y dientes limpios y fríos. 

Siguiendo las indicaciones de Ibn Butlan, para que la esclava tuviera una buena calidad en el canto debería poseer una voz que saliera de ella con pureza y potencia. La esclava cantora debía destacar por su voz de mirlo, buena técnica y saber recitar con corrección la poesía, observando las reglas métricas y gramaticales. 

Una buena esclava cantora, usualmente al servicio de las más altas dignidades de la corte, debía saber bailar y recitar con armonía, así como ser diestra en el dominio de varios instrumentos musicales (el laúd, la flauta y el tambor). Su cuerpo debería ser, por naturaleza, flexible, y a través de muchos años de formación la mujer habría de tener un buen dominio de su oficio. Su cuerpo y estatura habrían de ser armoniosos, precisando de un amplio tórax para almacenar el aire y de un vientre delgado para dar especial agilidad a sus movimientos. Ultimaba sus consejos Ibn Butlan recomendando que la mujer supiese afinar sus instrumentos musicales y que estuviera acostumbrada para hacerlo siempre antes de salir a cantar. 


Impregnadas de arabismo 

En la medida en que desde muy jóvenes recibían una sólida formación en las esencias de la cultura islámica, las esclavas cantoras actuaron como un agente eficaz de arabización, insertadas en las clases sociales andalusíes más poderosas. A pesar de que por nacimiento su origen era muy dispar y de que muchas de ellas procedían de los reinos cristianos del norte, lo cierto es que tras pasar años de formación en Oriente llegaron a desvincularse de sus raíces y una vez establecidas en al-Andalus contribuyeron a la orientalización de la sociedad. Los niños, en el harén, crecían entre las mujeres, adquiriendo sus primeros conocimientos a través de ellas. El propio Ibn Hazm lo confirma: “He poseído siempre un íntimo conocimiento de las mujeres y de sus secretos, y no creo que haya muchos que las conozcan mejor que yo, pues he sido educado por ellas y he crecido en su compañía, sin conocer a nadie más que a ellas hasta haber llegado a la pubertad... Ellas me enseñaron el Corán, me recitaron gran número de versos y me aleccionaron para escribir bien”. 

El atractivo que estas mujeres ofrecía para sus señores era indudable, siendo de destacar, según ya comentamos antes, que todos los príncipes omeyas que alcanzaron el poder en al-Andalus fueron hijos de esclavas concubinas, circunstancia que hacía que Ribera y Tarragó, arabista valenciano, afirmara que la sangre árabe que corría por las venas de los hombres de esta dinastía era realmente escasa. En efecto, ya Abd al-Rahman I, hijo de una esclava beréber, no tenía más que un 50 por ciento de sangre árabe; pero su hijo, Hisham I, concebido por una esclava española, solo poseía el 25 por ciento, y así de manera sucesiva. De hecho, el porcentaje de sangre árabe del último omeya, Hisham II, era del 0,09 por ciento; es decir, la realidad era que este último monarca solamente era de pura estirpe árabe por línea varonil. 

Sin embargo, las madres de todos estos príncipes, a pesar de no ser árabes de sangre, constituyeron un importante factor de cohesión en la alta sociedad andalusí, ya que, como vimos, su formación estaba integrada en la cultura islámica. Es preciso tener en cuenta, igualmente, que las estructuras familiares árabes son plenamente agnaticias, es decir el hijo se integra en el linaje del padre, sin que el parentesco materno se tenga en cuenta. 

Abd al-Rahman II es uno de los príncipes omeyas de los que hemos recibido noticias más concretas acerca de la especial predilección que sentía por sus cantoras. De hecho, las joyas de su corte fueron Ziryab, un músico prodigioso de origen oriental, y tres esclavas cantoras que habían sido formadas en Medina y a las que deseó intensamente. Muñoz Molina recreaba esa pasión: “Amaba con fervor simultáneo a tres esclavas cantoras y literatas que sus emisarios habían adquirido para él en Arabia, en el mercado de la ciudad santa de Medina. Una de ellas, Fadl, se había criado en el palacio de una hija del califa Harum al-Rashid, y era una virtuosa del laúd y una erudita en poesía árabe clásica y en geometría y aritmética; la más hermosa de las tres, Qalam, tenía el pelo rubio y los ojos azules, y no era árabe, sino vascona, hija de un hidalgo guerrero de cuya casa fue raptada de niña durante una incursión de castigo de los musulmanes: vendida al otro extremo del Islam y dotada de una educación impecable para convertirla en esclava de lujo, había vuelto al mismo país de donde la arrancaron, pero ya no recordaba los primeros años de su vida ni hablaba otro idioma que el árabe. Ocultas al otro lado de una cortina traslúcida, las tres tocaban el laúd y cantaban cada noche en las largas fiestas del emir: cada una de ellas le dio un hijo”. 

Amadas por príncipes y señores, las esclavas cantoras fueron muy deseadas en la sociedad de al-Andalus. Sobresale, en este punto, la notable diferencia existente entre lo que conocemos como amor cortés en el Occidente cristiano, en el que lo usual es que el enamorado ame a una mujer noble y libre, de la que por su alta cuna se siente indigno, y el amor en los ambientes aristocráticos y cultos andalusíes, en donde es una esclava -eso sí, de lujo- el objeto del sentimiento amoroso. 


Celos entre hermanos 

En su obra “Iftitah al-Andalus”, Ben Al-Qutiya nos ha transmitido lo siguiente: 

“Cuéntase que Abd Allah, hijo de Muman el Comensal, conocido vulgarmente por el Yamama, refería lo siguiente: Estábamos el día de Anzara (San Juan) en casa de Uthman, el hijo del emir Muhammad, de reunión, en la que había una multitud de literatos y poetas cordobeses. En esto entró su hermano Ibrahim, que era de más edad que él. Levantóse Uthman, besóle la mano, invitóle a que se sentara, se sentó y nosotros hicimos lo mismo. Ibrahim comenzó la conversación, diciendo: “Hermano, he recorrido hoy la ciudad por ver si encontraba alguien con quien tener un rato de conversación, pero en vano; no he podido dar con nadie; todos me decían que estaban en tu casa, y aquí me he dirigido deseando entretenerme (charlando un rato) con vosotros”. Al momento le presentaron la comida y dijo: “Gracias, acabo ahora mismo de comer y no tengo nada de apetito”. Volvióse entonces Uthman al reservado, cubierto con cortinas, donde suelen estar las cantadoras, para llamar a su muchacha Bacea, a quien se la llamaba la Iman (jefe, presidente), (sin duda alguna por) que era la mejor cantadora de su tiempo, y luego dijo, dirigiéndose a Ibrahim: “Hermano, dueño y señor mío; has tenido la dignación de venir personalmente a honrarme este día... Ea, pues, muchacha; venga todo lo más bonito de tu repertorio!”. Ella se puso a cantar lo siguiente: 

Sólo al ver al que os visita 
el placer se aumenta en mi alma, 
mi corazón de gozo palpita 
con la cercanía de aquel que os ama. 

Uthman, al oír aquello frunció el entrecejo, y dejó ver en su cara gestos de desagrado y disgusto; sin embargo, no hizo nada más por entonces; pero apenas nos marchamos de su casa, entró a buscarla, tomó un látigo y le dijo: “Tú has cantado aludiendo a la entrada de mi hermano en mi casa -Sólo al ver al que os visita, mi corazón de gozo palpita- ¿No es verdad? Ah! No me cabe duda que tú estás enamorada de él”. Y le dio una paliza. Nosotros supimos lo ocurrido y nos dijimos: “Ahora la cosa no tiene remedio, no puede con palabras deshacerse”. 

En otra ocasión (sigue refiriendo Abd Allah) estábamos de tertulia en casa del mismo Uthman, como solíamos tener muchos días, y entro (el mismo) Ibrahim, su hermano. Uthman se levantó, le invitó a que se sentara, luego dijo a Bacea las mismas palabras que la otra vez y se puso ella a cantar: 

“Cuando veo los gestos de aquel pajarraco, no puedo menos de decirle: ¡Vaya enhoramala ese cuervo, augurio de separación y enemistad de los amantes!”. 

Ibrahim, al oír aquello, se puso de pie inmediatamente: “¡Hermano, en ese canto se me ha querido aludir!”. Uthman se apresuró a levantarse y decirle: “¡Hermano y señor, voy a pegarle ahora mismo 500 latigazos!”. Al momento pidió un látigo, pero ocurrió que estaba a la sazón en aquella tertulia Abu Sahal el alejandrino, hombre de los más salados, graciosos y ocurrentes en la conversación, y dirigiéndose hacia Ibrahim, le dijo: “¡Hombre, por Alá y por todo lo más sagrado que tengas en la vida, por tu honor te ruego que no seas parte para que se martirice a esa pobre, dos veces ya desdichada por tu causa; no ha muchos días, por haber cantado en tu obsequio aquello de “Solo al ver al que os visita mi corazón de gozo palpita”, se le propinó algo que no debió darle mucho gusto: por consiguiente, si hoy te hubiera apedreado, bien merecía que se la dispensara”. “¡Hermano!, dijo entonces Ibrahim: ¿y aquí mismo, en tu casa, te vienen los celos? Júrote por Dios que no he de venir a verte jamás”. E inmediatamente se marchó.”