Mercenarios beréberes en el esplendor de al-Andalus


La creciente incorporación de mercenarios africanos en los ejércitos califales andalusíes causó un gran recelo en los cronistas musulmanes del Medievo. Eran conscientes de que el dictador al-Mansur, personaje dotado de una gran capacidad de intriga, estaba utilizando a los beréberes en su propio provecho. 

El cronista musulmán Ibn Hayyan, buen conocedor de la dinastía omeya, nos ha transmitido que Abd al-Rahman III al-Nasir, primer califa de al-Andalus, intentó mantener una distancia prudente con respecto a los señores que en su tiempo ostentaban el poder en las tierras del norte de África. El califa cordobés solamente trataba a los que le escribían o mostraban amistad, y eso desde lejos y con suma precaución ante sus posibles engaños. Si bien Abd al-Rahman, en alguna ocasión, los halagó con regalos y presentes, lo cierto es que raramente permitía que cruzaran el estrecho para que vinieran a agasajarle, dada la inseguridad que le inspiraban. 


Tiempos de guerra 

Tenía el califa depositada su confianza, si hemos de creer al cronista, en los propios hombres de al-Andalus, a los que prefería antes que a cualesquiera otros, motivo por el que no tomaba a su servicio más beréberes africanos que algunos de naturaleza vil o condición servil, y siempre entre los más jóvenes y pobres, utilizándolos en los más bajos empleos militares y dotándolos de una paga ruin y destinos penosos. Según este mismo autor, habría de ser al-Hakam II, hijo y sucesor de Abd al-Rahman, quien rompería estos criterios de actuación con respecto a los hombres del Magreb, y ello a pesar de que inicialmente había seguido con la mayor firmeza la conducta de su padre. 

Abd al-Rahman III , durante su exitosa vida, llevó a cabo multitud de campañas contra los cristianos. Esas temidas aceifas califales frenaron el empuje de los reinos cristianos sobre al-Andalus, consiguiendo instaurar unos tiempos de prosperidad y tranquilidad que su sucesor al-Hakam habría de recoger en su reinado. 

El primer califa cordobés, amenazado inicialmente por los brotes de disidencia interna y por los vecinos cristianos, temía además los posibles ataques que pudieran alcanzar al-Andalus desde el Magreb, sobre todo desde que la instalación paulatina del poder de los fatimíes en la zona había creado un peligro en el Norte de África. Fruto de ese temor, Abd al-Rahman decidió reforzar la marina de guerra omeya y con la intención de mejorar el control de las costas andaluzas intentó atraerse como aliados a algunos grupos tribales magrebíes (los Zanata), a los que tuvo que recompensar a precio de oro. Con las conquistas de Melilla (927), Ceuta (932) y Tánger (951) el califa llegaría a ostentar un cierto control sobre el Magreb occidental. 


Reclutas y mercenarios 

El ejército califal, que se cifra de manera estimativa entre 15.000 y 25.000 hombres, tenía como resortes más sobresalientes el empuje de su caballería y la profesionalidad de los soldados. Su composición no dejaba de ser variopinta, estando integrado por hombres que prestaban el servicio militar obligatorio (reclutas), contingentes formados con ocasión de las grandes expediciones contra los cristianos (alistados o voluntarios), grupos de voluntarios musulmanes deseosos de propagar la Guerra Santa (a los que no se pagaba soldada alguna, pero que tenían derecho a disfrutar del botín) y, finalmente, cuerpos formados por soldados profesionales (mercenarios), que reforzaban de manera importante los contingentes de reclutas. Entre estas tropas mercenarias había hombres procedentes de los reinos cristianos (francos, gallegos, eslavones…) y de África (beréberes del Magreb y algunos negros sudaneses). Se conoce por las crónicas antiguas que al-Hakam I, que desconfiaba de los cordobeses, se supo rodear de una guardia palatina formada por 3.000 jinetes y 2.000 infantes, de condición servil, que eran conocidos como “los mudos”, ya que desconocían la lengua árabe. Un grupo de 150 soldados narbonenses, caracterizados por su especial fidelidad, formaban la escolta personal del emir. 

Para controlar la información de los hombres que integraban el ejército existía una oficina militar, denominada diwán, que se encargaba además de verificar el pago de la correspondiente soldada a cada uno de ellos. En tiempo de los Omeyas, quienes tenían que desempeñar prestaciones militares de manera obligatoria eran sobre todo diversos grupos tribales que tras la conquista de Hispania a los godos habían recibido concesiones de tierras. Como compensación a esos lotes de tierra debían acudir a la llamada del monarca siempre que fueran requeridos para ello. Es el caso de los chundíes y los baladíes presentes en la batalla de Simancas. Esa obligación militar, sin embargo, podía ser sustituida por el pago de una determinada cantidad de dinero, lo que hizo que cada vez más los soldados profesionales (hasam) fueran realmente el soporte de los sucesivos soberanos omeyas. 

Los beréberes del Magreb, acostumbrados a luchar en tierras difíciles, constituían unos contingentes que entrenados a lo largo de muchos años de duras condiciones de vida, eran muy apetecidos como soldados mercenarios, sobre todo en la medida en que los hombres de al-Andalus no eran, en general, buenos guerreros, ya que acostumbrados a una vida más reposada tenían otros intereses y apetencias distintas a las puramente bélicas. No es así de extrañar que Ibn Hawqal, que recorrió nuestras tierras en el siglo X, nos haya transmitido la opinión de que los reclutas andalusíes se distinguían por su destacada inexperiencia y desinterés por la lucha. 


Los beréberes y al-Hakam II 

Durante los primeros tiempos de su reinado al-Hakam II, al igual que antes su padre, desconfió de los beréberes. Se conoce que llegó a prohibir a sus soldados, ya fuesen del ejército regular o mercenarios, que imitasen los atuendos y costumbres propias de los hombres del desierto. Ibn Hayyan nos ha transmitido la noticia de que en uno de los frecuentes desplazamientos desde Córdoba a Madinat al-Zahra, el monarca reparó en que uno de los hombres de su séquito montaba una silla similar a las que usaban los beréberes, con los lados del asiento muy finos y los borrenes delantero y trasero muy cortos. El enfado de al-Hakam fue tremendo y no dudó en hacer reprender al paje con ademanes violentos. Sigue narrando el cronista que el asunto no quedó así zanjado, sino que al llegar a Madinat al-Zahra ordenó que se castigase al insolente que había contrariado sus indicaciones y que la silla fuese quemada en la Casa Militar (Dar al-Yund), como muestra de la indignación que el suceso había producido en el califa. Desde ese momento, finaliza Ibn Hayyan, nadie osó utilizar sillas de montar como esa. 

Sin embargo, y a pesar de ese odio inicial hacia los beréberes, al final de su reinado al-Hakam II tenía integrado en su ejército un contingente de 700 jinetes africanos, que sobresalían por sus cualidades guerreras y a los que el monarca favorecía con generosidad. Sorprende, sin duda, el cambio tan drástico de criterio de al-Hakam. El propio Ibn Hayyan nos dice que ese cuerpo de caballería estaba integrado por tres grupos de origen africano, dos de ellos beréberes y el otro formado por esclavos negros que al-Hakam había comprado a Yafar y Yahya, hijos de al-Andalusí, gobernadores de Maadd al-Sii (Ifriqiya). 

De los dos contingentes beréberes que cita Ibn Hayyan el primero que se incorporó al ejercito califal fue el de los hombres de los Banu Birzal (integrados en las tribus Zanatas). Estos hombres del desierto fueron amparados de excelente manera por al-Hakam, que les proporcionó una buena acogida y unas pagas espléndidas después de que en tierras de Marruecos se hubieran enfrentado a Zirí ibn Manad al-Sinhayi, enemigo de al-Andalus, al que incluso llegaron a dar muerte. Los Banu Birzal, que temían la venganza del hijo de Zirí, tuvieron que abandonar el norte de África, buscando refugio en nuestras tierras bajo la protección de al-Hakam. Este primer grupo bereber continuó estando organizado como un cuerpo propio, al mando de sus propios jefes. 

Algo después, en el año 974, las tropas califales obtenían una importante victoria contra otro grupo magrebí que se había alzado contra al-Hakam. Se trataba de los hombres que seguían a al-Hasan b. Guennun, que en unos primeros momentos habían colocado a las tropas andalusíes en fuertes aprietos, motivo por el que al-Hakam tuvo que emplear contra ellos a lo más granado de su caballería al mando de sus mejores caídes. Consciente de lo que la amenaza africana podía significar, el califa no dudó en enviar allí sucesivas flotas aprovisionadas de armas, pertrechos, víveres y dinero. Las instrucciones que al-Hakam dictó a su mejor general, tal y como las recoge R. Dozy, no ofrecían dudas: “Parte, Ghalib, cuida de no volver sino vencedor, y sabe que me podrás hacerte perdonar una derrota sólo muriendo en el campo de batalla. No economices dinero, repártelo a manos llenas entre los partidarios de los rebeldes. Destrona a todos los edrisitas y envíalos a España”. 

Una vez que los Hasaníes fueron derrotados por Ghalib, el monarca, que no pudo sino reconocer la amarga hostilidad y el gran valor que habían derrochado los vencidos, no tuvo reparos en perdonarlos e incorporar a muchos de ellos a su propio ejército, en el que desde entonces sobresalieron como jinetes hábiles y de notoria valentía. 

En estos nuevos tiempos, cuando los jefes de estos grupos beréberes iban alcanzando importantes cargos en el ejército califal, al-Hakam, que tanto los había odiado en los primeros años de su reinado, los acogía ahora con verdadero entusiasmo, encontrando bellos sus atavíos y estimando la ligereza de las evoluciones de sus caballos y la agilidad con que los jinetes los conducían. Se dice que en los últimos momentos de su vida, el califa disfrutaba observando como estos hombres realizaban ejercicios ecuestres, a los que tan amantes eran, sobre todo en los días en que recibían el pago de sus soldadas. 


Sucesión de al-Hakam 

Tras su cambio de actitud, al-Hakam, que presentía su próxima muerte y temía desórdenes en su sucesión, puso a los beréberes al servicio de su hijo Hisham, a quién había asignado como sucesor en su puesto, confiando los asuntos del reino al más íntimo de sus visires, Yafar ibn Utman al-Mushafi, su favorito y jefe de gobierno, a cuyo lado los mercenarios africanos siguieron medrando, en palabras de Ibn Hayyan. Cuando murió al-Hakam en el año 976 sus temores fueron confirmados y los eunucos eslavos de la corte, que constituían un poderoso grupo de presión, intentaron elevar al trono a un hermano del fallecido, al-Mughira. Pensaban estos intrigantes que no era conveniente para al-Andalus que Hisham, que todavía no tenía doce años, fuese confirmado como califa. 

El visir al-Mushafi, sin embargo, apoyado por su aliado Ibn Abi Amir (el futuro al-Mansur), no admitió esta postura de los eunucos y buscó la ayuda de los beréberes para sostener a Hisham, tal como había prometido a al-Hakam antes de su muerte. En este proceso resultó decisivo el compromiso de los beréberes, que se pusieron sin condiciones a disposición del visir. 

Estaban surgiendo ahora en al-Andalus unos nuevos tiempos en que Ibn Abi Amir (al-Mansur) habría de jugar un papel decisivo. Paulatinamente, el que era un simple funcionario habría de ir alcanzando gracias a su genio personal y amplia capacidad de intriga los más altos puestos en la corte, eclipsando el poder puramente nominal del califa. En los últimos años del reinado de al-Hakam, entre 973 y 974, cuando el general Ghalib guerreaba con los Hasaníes en el norte de África, Ibn Abi Amir fue nombrado por el califa gran cadí de las posesiones de al-Andalus en el Magreb Occidental. Su misión, que consistía en controlar el buen uso de los recursos económicos puestos a disposición del ejército omeya, permitió que este ambicioso personaje tomara contacto con ámbitos con los que hasta entonces había estado al margen, profundizando en las relaciones con los altos jefes del ejército califal y conociendo las especiales singularidades del Magreb y de los hombres que habitaban estas inhóspitas tierras, los beréberes, que tan buenos servicios habrían de prestarle en el futuro. 


Memorias de un rey 

Abd Allah, último rey Zirí de Granada, que fue destronado por los almorávides en 1090, nos ha dejado escritas en sus memorias, que fueron traducidas por E. Leví-Provençal y Emilio García Gómez, unas interesantes reflexiones sobre las circunstancias que influyeron en el ascenso al poder de al-Mansur y nos ha transmitido interesantes detalles sobre la reforma del ejército que en su propio beneficio llegó a realizar este singular personaje. 

Una vez instalado en el poder, al-Mansur pensó que la estructura tradicional del ejército podía constituir un serio peligro para sus intereses, en la medida en que hasta entonces los miembros de una misma tribu, soldados y jefes, se habían agrupado en un mismo cuerpo de ejército. Al-Mansur pensó en mezclarlos, aglutinando hombres de distintas tribus y procedencias, ya que de esa forma se dificultaba que algunas unidades pudieran coaligarse para enfrentarse a él. Mezclados individuos de procedencias dispares era más fácil que si un grupo se rebelaba, los otros pudieran sofocarlo. Con esta reforma se desvertebraba el poder militar de las tribus, al dispersar a sus miembros. 

También necesitaba al-Mansur incrementar el número de sus soldados ante los continuos ataques que las tropas califales llevaban a cabo en esos años contra la Cristiandad. Para ello no dudó en propagar la llamada a la Guerra Santa y en costear la integración en el ejército de un cada vez más numeroso contingente de tropas mercenarias. Los beréberes acudieron ahora en masa a la llamada de al-Mansur, siendo uno de ellos, precisamente, Zawí ibn Zirí, tío abuelo de Abd Allah, quién más adelante habría de ser rey de Granada. 

Mientras al-Mansur conseguía realzar el prestigio del califato celebrando impresionantes victorias sobre los cristianos, los andalusíes, deseosos de ocuparse en el trabajo de la tierra y enemigos de la guerra, preferían evitarla soportando el pago de fuertes subsidios que permitían al dictador atender las necesidades económicas que sus mercenarios demandaban. 

La llegada masiva de beréberes en estos tiempos finales del esplendor de al-Andalus habría de tener unas consecuencias penosas cuando concluida la dinastía amirí, al quedarse la población sin imán, cada caíd se alzó con su ciudad o se hizo fuerte en su castillo, dando origen a una etapa de inseguridad y enfrentamientos civiles (la fitna) en la que los hombres del desierto habrían de originar profundos sufrimientos a los andalusíes. No es así extraño que Ibn Hayyan nos haya dejado escrito que al-Mansur: “siguió colmando de bienes (a los beréberes), pues se sirvió de ellos en provecho propio al apoderarse del mando, los elevó sobre las restantes categorías de sus ejércitos, los convirtió en fuerza personal suya, y se hundió con ellos en las tinieblas mientras vivió. Tras él mostraron enemistad contra el califa (a causa de la irritación que les produjo el hecho de que éste desheredara a su propia familia) y esta enemistad los ha conducido a la situación actual, en la que están a punto de anular el califato, quebrantar la unidad del Estado, preparar el camino a la guerra civil y poner a la Península en trance de muerte...”.